La Segunda Vida De Bree Tanner





INTRODUCCIÓN



No hay dos autores que aborden las cosas del mismo modo exacto. Todos nos inspiramos y nos motivamos de formas diferentes, y tenemos nuestras propias razo­nes para que determinados personajes permanezcan a nuestro lado mientras que otros desaparecen en una maraña de archivos abandonados. Yo, personalmente, no he sabido nunca por qué algunos de mis personajes han adquirido una vida independiente con tanta fuer­za, pero siempre me alegra cuando lo hacen. Esos son los personajes que se desarrollan con menor esfuerzo, y son por tanto sus historias las que llegan a buen puerto.
Bree es uno de esos personajes y, además, la princi­pal razón de que este relato se encuentre ahora en tus manos y no se haya perdido en el laberinto de carpetas olvidadas de mi ordenador (las otras dos razones se lla­man Diego y Fred). Empecé a pensar en Bree cuando es­taba editando Eclipse. Editando, no escribiendo: mientras escribía el primer borrador de Eclipse, llevaba puestas las anteojeras de la narración en primera persona; todo aquello que Bella no podía ver, oír, sentir, saborear o to­car era irrelevante. Aquella historia era exclusivamente la de su experiencia.
El siguiente edición consistía paso en el proceso de                
En alejarse de Bella y ver cómo fluía la historia. Mi edi­tora, Rebecca Davis, desempeñó un papel fundamental en dicho proceso: tenía gran cantidad de preguntas que hacerme sobre las cosas que Bella no sabía y acerca de cómo podíamos aclarar más las claves de esa historia. Da­do que Bree es la única neófita a quien ve Bella, la pers­pectiva de Bree fue la primera a la que me aproximé al analizar lo que estaba pasando en segundo plano. Em­pecé a pensar en la vida en el sótano con los neófitos y en la caza al estilo tradicional de los vampiros. Me ima­giné el mundo tal y como Bree lo entendía. Y resultó sen­cillo hacerlo. Desde el principio, Bree estuvo muy defi­nida como personaje, y algunos de sus amigos cobraron vida sin esfuerzo. Así es como me suele ir a mí en estas situaciones: intento escribir una breve sinopsis de lo que está sucediendo en cualquier otra parte de la historia y acabo garabateando diálogos. En este caso, en lugar de una sinopsis, me sorprendí a mí misma escribiendo un día en la vida de Bree.
Con Bree era la primera vez que me metía en la piel de un narrador que fuese un vampiro «de verdad»: un cazador, un monstruo. Llegué a mirarnos a nosotros, los humanos, a través de sus ojos rojos; de repente éramos débiles y patéticos, presas fáciles, sin importancia algu­na excepto como un apetitoso bocado. Sentí cómo era estar sola y rodeada de enemigos, siempre en guardia, sin ninguna certeza excepto que la propia vida está en peligro. Llegué a sumergirme en una raza totalmente distinta de vampiros: los neófitos. La vida como neófito era algo que jamás había llegado a explorar, ni siquiera cuando Bella por fin se convirtió en un vampiro. Ella jamás fue una neófita como lo fue Bree. Resultó emocionante, siniestro y, en última instancia, trágico. Cuanto más me acercaba al inevitable final, más fuerte era mi deseo de haber concluido Eclipse de un modo sólo lige­ramente distinto.
Me pregunto qué te parecerá Bree. En Eclipse es un personaje muy breve y en apariencia trivial. Su vida se reduce a cinco minutos desde el punto de vista de Bella, y aun así, qué importante es su historia para la com­prensión de la novela. Cuando lees la escena de Eclipse en la que Bella está mirando fijamente a Bree y la consi­dera como su posible futuro, ¿en algún momento se te ocurrió pensar en lo que habría llevado a Bree hasta esa situación en el tiempo? Cuando Bree le sostiene la mi­rada, ¿te preguntaste cómo vería ella a Bella y a los Cullen? Es probable que no. Pero aunque lo hicieras, apos­taría a que nunca te imaginaste sus secretos.
Espero que Bree acabe despertando en ti el mismo afecto que yo ciento por ella, aunque en cierto modo no deje de ser un deseo cruel. Ya sabes que las cosas no aca­ban demasiado bien para ella. Pero al menos conocerás toda la historia. Y sabrás que no hay perspectiva que ca­rezca de verdadera importancia.
Disfrútalo.  
                           Stephenie MEYER


El titular del periódico me fulminaba desde una peque­ña máquina expendedora metálica: SEATTLE EN ES­TADO DE SITIO - VUELVE A ASCENDER EL NÚME­RO DE VÍCTIMAS MORTALES. Éste no lo había visto aún. Algún repartidor habría pasado a reponer la má­quina. Afortunadamente para él, no se encontraba ya por los alrededores.
Genial. Riley se iba a poner hecho una furia. Ya me aseguraría yo de no estar a su alcance cuando viese el pe­riódico y que fuera a otro a quien le arrancase el brazo.
Me hallaba de pie en la sombra que proporcionaba la esquina de un destartalado edificio de tres pisos, en un intento por pasar desapercibida mientras aguardaba a que alguien tomase una decisión. No deseaba cruzar la mirada con nadie, tenía los ojos clavados en la pared que había a mi lado. Los bajos del edificio habían alber­gado una tienda de discos cerrada hacía mucho; los cristales de las ventanas, víctimas del tiempo o de la vio­lencia callejera, habían sido sustituidos por tableros de contrachapado. En la parte alta había apartamentos, va­cíos -supuse-, dada la ausencia de los habituales soni­dos de los humanos cuando duermen. No me sorpren­dió, aquel lugar parecía que fuese a venirse abajo al primer golpe de viento. Los edificios al otro lado de la oscura y estrecha calle se hallaban en un estado igual­mente lamentable.
El escenario habitual de una salida nocturna por la ciudad.   
No quería abrir la boca y llamar la atención, pero deseaba que alguien decidiese algo. Estaba realmen­te sedienta y no me importaba mucho que fuésemos a la derecha, a la izquierda o por la azotea, lo único que quería era encontrar a algún desafortunado al que no le diese tiempo siquiera de pensar «el peor lugar, en el peor momento».
Por desgracia, Riley me había hecho salir esa noche con los dos vampiros más inútiles sobre la faz de la tie­rra; nunca parecía importarle a quién mandaba en los grupos de caza, ni tampoco se le veía particularmente molesto cuando el hecho de enviar juntos a los integran­tes equivocados suponía que un menor número de gen­te regresase a casa. Esa noche me habían encasquetado a Kevin y a un chico rubio cuyo nombre desconocía. Am­bos formaban parte del grupo de Raoul; por tanto, ni que decir tiene que eran estúpidos. Y peligrosos. Pero en aquel momento, principalmente estúpidos.
En lugar de escoger una dirección para irnos de caza, de repente se hallaban inmersos en una discusión acer­ca de qué superhéroe sería el mejor cazador de entre los favoritos de cada uno de ellos. Era el rubio sin nombre quien ahora exponía su alegato a favor de Spiderman y ascendía deslizándose por el muro de ladrillo del ca­llejón mientras tarareaba la sintonía de los dibujos ani­mados. Suspiré de frustración. ¿Llegaríamos a irnos de caza en algún momento?
A mi izquierda, un leve indicio de movimiento cap­tó mi atención. Era el otro integrante del grupo de caza enviado por Riley: Diego. No sabía mucho de él, sólo que era mayor que casi todos los demás. La «mano de­recha» de Riley, ése sería el término apropiado. Eso no hacía que él me gustase más que el resto de aquellos im­béciles.
Diego me estaba mirando. Tuvo que haber oído el suspiro. Desvié la mirada.
Mantén la cabeza baja y la boca bien cerrada: ésa era la forma de seguir vivo con la gente de Riley.
-Spiderman es un llorón fracasado -gritó Kevin al chico rubio-. Yo te enseñaré cómo caza un verdadero superhéroe -añadió con una amplia sonrisa, y sus dien­tes centellearon con el brillo de la luz de las farolas.
Kevin cayó de un salto en mitad de la calle justo cuando los faros de un coche giraban para iluminar el pavimento agrietado con un destello azul blanquecino. Abrió los brazos, flexionados hacia abajo, y a continua­ción los fue cerrando lentamente como hacen los pro­fesionales de la lucha libre para lucirse. El coche siguió avanzando, quizás en la suposición de que se quitaría de en medio de una puñetera vez como haría una per­sona normal. Como debería.
-¡Hulk se enfada! -vociferó Kevin-. ¡Y Hulk va... y MACHACA!
Dio un salto hacia delante para toparse con el coche antes de que éste pudiese frenar, lo agarró por el para­choques delantero y lo giró por encima de su cabeza de manera que golpeó boca abajo contra el pavimento en un estruendo de metal retorcido y cristales hechos añi­cos. En el interior, una mujer comenzó a gritar.
-Venga ya, tío -dijo Diego meneando la cabeza. Era guapo, con un denso y oscuro pelo rizado, ojos grandes y muy abiertos, y unos labios realmente carnosos, pero bueno, ¿quién no era guapo allí? Incluso Kevin y el res­to de los imbéciles de Raoul eran guapos-. Kevin, se su­pone que tenemos que pasar inadvertidos. Riley ha di­cho que...
-¡Riley ha dicho! -le imitó Kevin con una desagrada­ble voz de pito-. Ten agallas, Diego. Riley no está aquí ahora.
Kevin dio la vuelta al Honda de forma brusca y rom­pió de un puñetazo la ventanilla del conductor, que, no se sabe muy bien cómo, había permanecido intacta has­ta ese momento. Metió la mano a través del cristal roto y el airbag desinflado en busca de la conductora.
Le di la espalda y contuve la respiración en el mayor esfuerzo que pude hacer para conservar la capacidad de pensar.
No podía ver a Kevin alimentarse, estaba demasiado sedienta para eso y bajo ningún concepto deseaba ini­ciar una pelea con él. Tampoco me hacía ninguna falta ingresar en la lista de objetivos de Raoul.
El chico rubio no tenía los mismos problemas. Se soltó de los ladrillos de lo alto y aterrizó con suavidad a mi espalda. Oí los gruñidos que Kevin y él se dedicaban mutuamente y, a continuación, el sonido viscoso de un desgarrón al tiempo que cesaban los gritos de la mujer. Lo más probable es que la hubieran partido por la mitad.
Intenté no pensar en ello, aunque podía sentir el calor y escuchar cómo se desangraba a mi espalda y aque­llo hacía que me quemase la garganta de un modo terri­ble, por mucho que contuviese la respiración.
-Me largo de aquí -oí mascullar a Diego.
Se metió por una abertura que había entre los oscu­ros edificios y de inmediato seguí sus pasos. Si no me alejaba rápido de allí, me iba a meter en una pelea con los matones de Raoul por un cuerpo al que, de todas formas, no le podía quedar mucha sangre ya. Y enton­ces tal vez fuese yo quien no regresase a casa.
Ah, pero ¡me ardía la garganta! Apreté con fuerza los dientes para evitar un grito de dolor.
Diego atravesó veloz un callejón lateral repleto de basura y, a continuación -cuando llegamos al fondo sin salida-, prosiguió muro arriba. Fui hundiendo los de­dos en los surcos entre los ladrillos y me apresuré a se­guirle.
Una vez en la azotea, Diego se elevó en el aire y se desplazó en ligeros saltos por los tejados camino de las luces que brillaban resplandecientes en la ensenada. Me mantuve cerca. Era más joven que él, y por tanto más fuerte; estaba muy bien que los más jóvenes fuése­mos los más fuertes, de otro modo no habríamos sobre­vivido a nuestra primera semana en la casa de Riley. Po­día haberle adelantado con facilidad, pero quería ver adonde se dirigía y no deseaba tenerlo detrás de mí.
Diego no se detuvo en kilómetros; casi habíamos lle­gado a los muelles de carga. Podía percibir cómo mas­cullaba en un tono prácticamente inaudible.
-¡Idiotas! Como si Riley no nos hubiese dado ins­trucciones por un buen motivo. Instinto de superviven­cia, por ejemplo. ¿Es mucho pedir un simple ápice de sentido común?
-Eh -levanté la voz-. ¿Vamos a tardar mucho en ir de caza? Me quema la garganta.
Diego aterrizó en el alero del tejado de una enorme nave industrial y se giró. Retrocedí varios metros de un salto, en guardia, pero no realizó ningún movimiento agresivo hacia mí.
-Sí-me dijo-. Sólo quería alejarme un poco de esos pirados.
Sonrió de un modo del todo amistoso, y yo le miré fijamente.
Este tal Diego no era como los demás. Era... tranqui­lo, supongo que sería la expresión. Normal. No ahora -normal quiero decir-, sino como antes. Sus ojos eran de un rojo más oscuro que los míos. Debía de llevar una buena temporada por aquí, tal y como había oído.
Desde abajo, en la calle, llegaban los sonidos noc­turnos de los barrios más bajos de Seattle. Algún coche, música con unos graves potentes, un par de personas que caminaban a paso ligero y nervioso, el canturreo de­safinado de algún borrachuzo en la distancia.
-Eres Bree, ¿verdad? -me preguntó Diego-. Una novata.
No me gustaba eso. Novata. Qué más daba.
-Sí, soy Bree. Pero no he venido con el último gru­po. Tengo casi tres meses.
-Cuánta elegancia para tan sólo tres meses -me dijo-. No muchos habrían sido capaces de largarse así de la escena del accidente -añadió a modo de cumpli­do, como si estuviese realmente impresionado.
-No quería liarme a golpes con la panda de zumba­dos de Raoul.
Diego asintió.
-Amén, hermana. Los de su clase no traen más que problemas.
Extraño. Diego era extraño. Que sonase como una persona que mantenía una conversación normal y co­rriente, de las de antes. Sin hostilidad, sin recelos; como si no estuviese valorando lo fácil o difícil que le resul­taría matarme allí mismo. Estaba charlando conmigo, sin más.
-¿Cuánto tiempo hace que estás con Riley? -le pre­gunté con curiosidad.
-Va para los once meses ya.
-¡Vaya! Eso es más tiempo del que lleva Raoul.
Diego puso los ojos en blanco y escupió ponzoña por encima del bordillo del edificio.
-Sí, recuerdo cuando Riley trajo a esa basura. Las cosas no han dejado de empeorar desde entonces.
Permanecí en silencio por un instante, peguntándome si consideraría una basura a todo aquel que fue­se más joven que él. No es que me importase. Ya no me preocupaba lo que pensara nadie. No tenía por qué. Tal y como dijo Riley, ahora era un dios. Más fuerte, más rá­pida, mejor. No contaba nadie más.
Entonces Diego susurró un silbido.
-Allá vamos. Sólo se requiere un poco de cerebro y de paciencia -dijo y señaló hacia abajo, al otro lado de la calle.
Medio escondido a la vuelta de la esquina de un ca­llejón oscuro, un hombre insultaba y abofeteaba a una mujer mientras que otra observaba en silencio. Por su vestimenta supuse que se trataba de un chulo y dos de sus empleadas.
Eso era lo que Riley nos había dicho que hiciéra­mos: que cazásemos de entre la escoria, que cayésemos sobre los humanos a los que nadie iba a echar en falta,
Quienes no se dirigían de vuelta a un hogar donde los aguardaba una familia, aquellos cuya desaparición no fuera a ser denunciada.
Era el mismo modo en que él nos eligió a nosotros: alimento y dioses, ambos procedentes de la escoria.
A diferencia de algunos otros, yo seguía haciendo lo que Riley me había dicho. No porque él me gusta­se. Aquel sentimiento había desaparecido mucho tiem­po atrás. Era porque sus indicaciones sonaban lógicas. ¿Qué sentido tenía llamar la atención sobre el hecho de que una panda de vampiros novatos reclamase Seat-tle para sí como coto de caza? ¿Cómo iba a servimos de ayuda tal cosa?
Yo ni siquiera creía en vampiros antes de serlo, de manera que, si en el resto del mundo tampoco se creía en vampiros, el resto de los vampiros debía de estar ca­zando con inteligencia, al modo en que Riley nos ha­bía indicado. Es probable que tuviesen sus buenas ra­zones.
Y como había dicho Diego, para cazar con inteligen­cia bastaba con un poco de cerebro y con ser paciente.
Por supuesto que todos nosotros metíamos mucho la pata, y Riley nos leía la cartilla, se quejaba, nos grita­ba y rompía cosas como la consola de videojuegos favo­rita de Raoul, por ejemplo. Entonces Raoul se ponía he­cho una fiera, se llevaba a alguien aparte y le prendía fuego. A continuación, Riley se mosqueaba y hacía una búsqueda para confiscar todos los mecheros y las ceri­llas. Unas pocas rondas de este tipo, y Riley traía a casa a otro grupo de chavales de entre el despojos, conver­tidos en vampiros para sustituir a los que había perdido. Era un ciclo interminable.
Diego tomó aire por la nariz una larga inhalación, grande-y vi cambiar su cuerpo. Se agazapó sobre el te­jado con una mano asida al alero. Toda aquella mis­teriosa simpatía había desaparecido y ahora era un ca­zador.
Eso era algo que yo reconocía, algo con lo que me sentía cómoda porque lo entendía.
Desconecté el cerebro. Era el momento de cazar. Respiré profundamente y atraje el aroma de la sangre del interior de los humanos de allá abajo. No eran los únicos que había en la zona, pero sí los que se encontra­ban más próximos. A quién ibas a dar caza era el tipo de decisión que tenías que tomar antes de olfatear a tu pre­sa. Ahora era ya demasiado tarde para escoger nada.
Diego se dejó caer desde el borde sin ser visto. El so­nido de su aterrizaje fue demasiado contenido como para llamar la atención de la prostituta que gritaba, de la que estaba como ausente o del iracundo chulo.
Un gruñido soterrado se escapó de entre mis dien­tes. Mía. La sangre era mía. El ardor se avivaba en mi gar­ganta y no era capaz de pensar en otra cosa.
Me lancé desde el tejado para llegar al otro lado de la calle, de manera que aterricé junto a la rubia que llo­riqueaba. Pude sentir a Diego muy cerca, detrás de mí, así que le lancé un gruñido de aviso al tiempo que aga­rraba a la sorprendida chica por el pelo. Me la llevé a tirones hacia la pared del callejón para apoyar allí mi espalda. A la defensiva, por si acaso.
Entonces me olvidé por completo de Diego, porque podía sentir el calor bajo la dermis de la chica, oír el so­nido de su pulso que martillaba a flor de piel.
Abrió la boca para gritar, pero mis dientes le destrozaron  la tráquea antes de que pudiese emitir sonido algu­no. Tan sólo el gorgoteo del aire y la sangre en sus pulmo­nes y los leves gemidos que no fui capaz de controlar.
La sangre era cálida y dulce, sofocó la quemazón en mi garganta, aplacó el acuciante vacío que me irritaba el estómago. Absorbí y tragué, con la sola vaga concien­cia de cualquier otra cosa.
Oí el mismo sonido procedente de Diego, que esta­ba con el hombre. La otra mujer se encontraba incons­ciente en el suelo. Ninguno había hecho ruido, Diego era bueno.
El problema con los humanos era que nunca había en ellos la suficiente sangre. Apenas me pareció que hu­biesen transcurrido unos segundos cuando la chica se agotó. Frustrada, sacudí su malogrado cuerpo. La gar­ganta ya comenzaba a arderme de nuevo.
Lancé el cadáver exhausto al suelo y me encorvé contra el muro; me preguntaba si sería capaz de agarrar a la chica inconsciente y largarme con ella antes de que Diego pudiese echarme el guante.
El ya había terminado con el hombre. Me miró con una expresión que sólo podría describir como... com­pasiva. Pero también me podía estar equivocando de plano. No conseguía recordar que nadie hubiese senti­do jamás compasión por mí, de manera que no estaba muy segura de la apariencia que tenía.
-Adelante -me dijo con un gesto de asentimiento en dirección al cuerpo tullido de la chica, tendida en el asfalto.
-¿Me estás tomando el pelo?
-Qué va, yo estoy bien por ahora. Tenemos tiempo de cazar alguno más esta noche.
Sin dejar de observarle con atención en busca de al­guna señal de que se tratase de una trampa, salí dispara­da y enganché a la chica. Diego no movió un dedo para detenerme. Se volvió ligeramente y elevó la mirada al cielo negro.
Hundí los dientes en el cuello de la chica sin quitar­le ojo a él. Esta fue aún mejor que la anterior. Su sangre estaba del todo limpia. La de la rubia dejaba el amargo regusto que acompaña a las drogas; tan acostumbra­da estaba yo a aquello que apenas me había percatado. Me resultaba raro conseguir sangre verdaderamente lim­pia, ya que me atenía a la norma de los bajos fondos, y Diego parecía seguir también las reglas: tuvo que haber percibido el olor de lo que me estaba cediendo.
¿Por qué lo había hecho?
Sentí mejor la garganta cuando el segundo cuerpo se quedó vacío. Había una gran cantidad de sangre en mi organismo. Era probable que no me volviese a que­mar de verdad en unos pocos días.
Diego aún aguardaba; susurraba un silbido entre dientes. Cuando dejé caer el cuerpo al suelo con un gol­pe seco, se volvió hacia mí y me sonrió.
-Mmm, gracias -le dije.
El asintió.
-Tenías pinta de necesitarlo más que yo. Recuerdo lo duro que resulta al principio. -¿Se vuelve más fácil? Se encogió de hombros.
-En ciertos aspectos. -Nos quedamos mirándonos el uno al otro durante un segundo-. ¿Qué te parece si nos deshacemos de estos cuerpos en la ensenada? -su­girió. Me incliné hacia delante, agarré a la rubia muerta y me eché su cadáver al hombro. Estaba a punto de ir has­ta la otra, pero Diego ya se encontraba allí, cargado con el chulo a la espalda.
-Ya la tengo -me dijo.
Le seguí muro del callejón arriba y, a continuación, nos desplazamos por las vigas bajo la autopista. Las lu­ces de los coches que cruzaban más abajo no nos alcan­zaban. Pensé en lo estúpida que era la gente, cuan aje­na vivía, y me alegré de no formar parte del grupo de los ignorantes.
Ocultos en la oscuridad, hicimos nuestro recorrido hasta un muelle vacío, cerrado durante la noche. Diego no vaciló un instante al llegar al final del hormigón, fue directo a saltar por encima del bordillo con su corpulen­ta carga y desapareció en el agua. Me zambullí tras él.
Nadó con la elegancia y la velocidad de un tiburón, cada vez más lejos y más profundo en la total oscuridad de la ensenada. Se detuvo de forma repentina cuando encontró lo que estaba buscando: una roca gigantesca cubierta de limo en el lecho del océano, con estrellas de mar y basura que colgaba de los costados. Debíamos de es­tar a más de treinta metros de profundidad, y aquí un humano se encontraría en la oscuridad más absoluta. Diego soltó sus cadáveres, que se bambolearon con par­simonia junto a él, al son de la corriente, mientras es­carbaba con la mano en la arena asquerosa de la base de la roca. Un instante después, halló donde agarrarse y arrancó la roca del lugar en el que descansaba. El peso de la mole hizo que se hundiese hasta la cintura en el oscuro fondo marino.
Levantó la vista y me hizo un gesto con la cabeza.
Descendí nadando hasta él y enganché con una mano sus cadáveres por el camino. Metí a la rubia de un empujón en el negro agujero bajo la roca, después em­pujé a la otra chica y, tras ella, metí al chulo. Les di unos ligeros toques con los pies para asegurarme de que es­taban bien adentro y me quité de en medio. Diego de­jó caer la roca, que se tambaleó un poco al ajustarse al nuevo desnivel de su asiento. Luego se liberó a coces de la mugre del fondo, nadó hasta la parte superior de la roca y la empujo hacia abajo con el objeto de allanar las irregularidades sobre las que se apoyaba.
Retrocedió a nado unos pocos metros para observar su obra.
«Perfecto», articulé moviendo los labios. Aquellos tres cuerpos nunca reflotarían. Riley jamás se enteraría de su historia a través de las noticias.
Diego sonrió y sostuvo la mano en alto. Me costó un minuto comprender que esperaba a que se la chocase. Nadé hacia él sin saber a qué atenerme, choqué la pal­ma de mi mano contra la suya y me alejé a golpes de pierna para poner algo de distancia entre nosotros.
El rostro de Diego adoptó una expresión rara, y se dirigió como un tiro hacia la superficie. Arranqué dis­parada detrás de él, confusa. Cuando salí a cielo abier­to, él casi se estaba ahogando de la risa.
-¿Qué?
No pudo responderme al menos durante un minu­to. Por fin, me soltó:
-El peor «choca esos cinco» de la historia. Irritada, le dije con desdén:
-No podía estar segura de que no me fueses a arran­car el brazo o algo así.
Diego resopló. -Yo no haría eso.
-Cualquier otro sí lo haría -contesté.
-Eso es cierto -reconoció, repentinamente no tan divertido-. ¿Te hace un poco más de caza?
-¿Es que hace falta que lo preguntes?
Salimos del agua debajo de un puente y tuvimos la fortuna de toparnos con dos mendigos que dormían en unos sacos viejos y asquerosos sobre un colchón de pe­riódicos que compartían. Ninguno de los dos se desper­tó. Su sangre estaba agriada por el alcohol, pero seguía siendo mejor que nada. También los enterramos en la ensenada, debajo de otra roca diferente.
-Bueno, me he saciado para unas semanas -dijo Diego cuando volvimos a salir del agua y chorreábamos al final de otro muelle vacío.
Suspiré.
-Me imagino que esa parte es la más fácil, ¿verdad? En un par de días volveré a sentir que me quemo y pro­bablemente Riley me hará salir de nuevo con más de esos monstruos de Raoul.
-Yo puedo ir contigo, si quieres. Riley me deja hacer bastante lo que quiero.
Medité sobre la oferta, recelosa por un instante, pero Diego no se parecía de verdad a ninguno de los otros. Con él me sentía distinta, como si no tuviese tan­ta necesidad de guardarme las espaldas.
-Eso me gustaría -admití.
Decir aquello me hizo sentir incómoda. Demasiado vulnerable o algo por el estilo.
Pero Diego apenas respondió con un «vale» y me sonrió.
-¿Y cómo es que Riley te deja la correa tan suelta? -le pregunté con la mente puesta en la relación que ha­bría entre ellos.
Cuanto más tiempo pasaba con Diego, más difícil me resultaba imaginármelo como íntimo de Riley. Die­go era tan... agradable. Nada que ver con Riley, aunque quizá fuese uno de esos rollos de la atracción de los po­los opuestos.
-Riley sabe que puede confiar en que yo me encar­go de arreglar mis líos. Y ahora que hablamos de esto, ¿te importa si hacemos un recado rápido?
Este chico tan extraño estaba empezando a entrete­nerme. Despertaba mi curiosidad. Quería ver qué iba a hacer.
-Claro -dije.
Atravesó el muelle en dirección a la carretera que recorría el puerto. Y yo fui detrás. Percibí el olor de algu­nos humanos, pero sabía que estaba muy oscuro y que éramos demasiado rápidos para que pudiesen vernos.
Escogió de nuevo ir por los tejados y, tras unos po­cos saltos, reconocí nuestros olores. Estaba desandando nuestro anterior recorrido.
Y entonces nos hallamos de vuelta en aquel primer callejón, donde Kevin y el otro chico se habían puesto a hacer el imbécil con el coche.
-Increíble -gruñó Diego.
Cuadro de texto:
Al parecer, Kevin y compañía acababan de marchar­se. Otros dos coches estaban apilados sobre el techo del primero, y unos cuantos observadores se habían añadi­do a la lista de víctimas. La policía aún no había llegado, tal vez porque cualquiera que hubiese podido informar de aquel caos ya estaba muerto.
-¿Me ayudas a arreglar esto? -preguntó Diego.
-Vale. Nos dejamos caer y de inmediato Diego lanzó los coches en una disposición diferente, para que en cierto modo pareciese que habían chocado los unos contra  los otros en lugar de haber sido apilados por un bebé gigante enrabietado. Yo agarré los cuerpos sin vida aban­donados sobre el pavimento y los embutí en el lugar del supuesto impacto.
-Un golpe muy feo -comenté.
Diego sonrió. Extrajo un mechero de una bolsa de plástico con cierre a presión que llevaba en el bolsillo y comenzó a prender fuego a la ropa de las víctimas. Yo tomé el mío -Riley los repartía de nuevo cuando íba­mos de caza; de hecho, Kevin debió de haber usado el suyo- y me puse con la tapicería. Los cadáveres, secos e impregnados de ponzoña inflamable, prendieron con mucha rapidez.
-Atrás -me advirtió Diego, y vi que había dejado abierta la trampilla de la gasolina del primer coche y ha­bía desenroscado el tapón del depósito.
Ascendí de un salto la pared más cercana y me apos­té un piso por encima para observar. Retrocedieron unos pasos y encendió una cerilla. Con una puntería perfec­ta, la introdujo por el pequeño orificio. En el mismo instante, dio un salto para situarse a mi lado.
El estruendo de la explosión sacudió toda la calle y comenzaron a encenderse luces a la vuelta de la es­quina.
-Bien hecho -le dije.
-Gracias por tu ayuda. ¿Volvemos a casa de Riley? Fruncí el ceño. La casa de Riley era el último sitio donde quería pasar lo que me quedaba de noche. No deseaba ver la estúpida expresión del rostro de Raoul ni oír el constante chillar y pelear. No quería tener que apretar los dientes y esconderme detrás de Fred elFreaky para que la gente me dejase en paz. Y me había queda­do sin libros.
-Aún tenemos tiempo -dijo Diego al leerme la expre­sión de la cara-. No tenemos por qué ir ahora mismo.
-Podría hacerme con algo para leer.
-Y yo con algo de música -sonrió-. Vamonos de compras.
Nos desplazamos rápidamente por la ciudad -de nuevo por los tejados y a toda prisa por la penumbra de las calles cuando los edificios distaban mucho unos de otros- camino de una barriada más agradable. No nos llevó demasiado tiempo encontrar un centro comercial con una tienda de las grandes cadenas de librerías. Hi­ce saltar el candado de la trampilla de acceso del tejado para poder entrar. El centro estaba vacío y las únicas alarmas se hallaban en las ventanas y en las puertas. Me fui directa a la «h» mientras que Diego se dirigió a la sección de música, al fondo. Acababa de terminar con Hale, y me hice con la siguiente docena de libros de la lista: eso me mantendría ocupada un par de días.
Miré alrededor en busca de Diego y lo vi sentado a una de las mesas de la cafetería, estudiando la contra­portada de sus nuevos CD. Hice una pausa y después me uní a él.
Me sentía rara por lo familiar que resultaba, de un modo inquietante, incómodo. Me había sentado antes de esa manera, con alguien enfrente, al otro lado de la mesa; había mantenido una charla informal con aquella persona, había pensado en cosas que no fueran la vida y la muerte o la sed y la sangre. Pero eso había sido en otra vida, diferente, borrosa.
La última vez que me había sentado a una mesa con alguien, ese alguien había sido Riley. Resultaba difícil recordar aquella noche por multitud de razones.
-¿Cómo es que nunca te veo por la casa? -preguntó Diego de sopetón-. ¿Dónde te escondes?
Me reí e hice una mueca al mismo tiempo.
-Me suelo meter detrás de Fred el Freaky vaya por donde vaya.
Arrugó la nariz.
-¿Lo dices en serio? ¿Cómo lo soportas?
-Te acostumbras. Detrás de él no es tan terrible co­mo delante. De todas formas, es el mejor escondite que he encontrado, nadie se acerca a Fred.
Diego asintió, sin perder aún el aspecto de estar as­queado.
-Eso es cierto. Es una forma de seguir vivo. -Me en­cogí de hombros, y él prosiguió-: ¿Sabías que Fred es uno de los preferidos de Riley? -me preguntó.
-¿En serio? ¿Cómo?
Nadie podía soportar a Fred el Freaky. Yo era la única que lo había intentado y sólo por puro instinto de su­pervivencia.
Diego se inclinó hacia mí con aire conspiratorio. Ya estaba tan acostumbrada a su misteriosa conducta que ni me inmuté.
-Le oí hablar por teléfono con ella. -Sentí un esca­lofrío-. Ya lo sé -prosiguió, de nuevo en tono compren­sivo. Por supuesto que no había misterio alguno en el hecho de que pudiéramos compadecernos mutuamente en lo que a ella se refería-. Fue hace unos meses. El caso es que Riley estaba hablando de Fred, muy emocio­nado. Por lo que decían, deduje que algunos vampiros son capaces de hacer cosas. Más cosas aparte de lo que podemos hacer los vampiros normales, quiero decir. Yeso es bueno... algo que ella está buscando. Vampi­ros con habilidades.
Arrastró el sonido de la «s» de modo que pudiera oír cómo la pronunciaba mentalmente.
-¿Qué tipo de habilidades?
-De todo tipo, según parece. Leer la mente, rastrear e incluso ver el futuro. -Venga ya.
-No estoy bromeando. Me da la sensación de que, de algún modo, Fred puede repeler a la gente a propó­sito. Está todo metido en nuestra cabeza, hace que sin­tamos repulsión ante la idea de hallarnos cerca de él.
Fruncí el ceño.
-¿Cómo va a ser eso algo bueno? -Le mantiene vivo, ¿no crees? Y me parece que tam­bién te mantiene viva a ti. Asentí.
-Supongo que sí. ¿Dijo algo sobre alguien más?
Intenté pensar en cualquier cosa extraña que hu­biera visto o sentido, pero Fred era único. Los payasos del callejón de esta noche que fingían ser superhéroes no habían hecho nada que no pudiésemos hacer los demás.
-Habló de Raoul -dijo Diego torciendo el gesto de la boca.
-¿Qué habilidad tiene Raoul? ¿Superestupidez? Diego resopló.
-si
-Eso sin duda. Pero Riley piensa que posee alguna forma de magnetismo: la gente se siente atraída por él, le sigue.
-Sólo quienes van justitos de capacidades mentales.
-Sí, Riley hizo referencia a eso. No parecía causar efecto en los -adoptó un tono que imitaba de un modo bastante decente la voz de Riley- «más mansos».
-¿Mansos?
-Deduje que se refería a gente como nosotros, los que somos capaces de pensar de vez en cuando.
No me gustaba que me llamasen «mansa». No sona­ba como algo bueno dicho así, sin más. La interpreta­ción de Diego sonaba mejor.
-Era como si Riley necesitase del mando de Raoul por algún motivo... Algo se cuece, creo yo.
Un extraño hormigueo me recorrió la espalda cuan­do dijo aquello, y me enderecé en la silla.
-¿Como qué?
-¿Has pensado alguna vez en por qué Riley va siem­pre detrás de nosotros para que no llamemos la aten­ción?
Vacilé durante apenas medio segundo antes de res­ponder. No era ésta la línea de interrogatorio que me hu­biera esperado de la mano derecha de Riley. Era prácti­camente como si estuviese cuestionando lo que Riley nos había dicho. A menos que Diego lo estuviese preguntan­do para Riley, como un espía, para saber qué pensaban de él los «chicos». Pero no me daba esa impresión. Los oscuros ojos de Diego se mostraban bien abiertos y con­fiados. ¿Y por qué iba a importarle a Riley? Puede que la manera en que los demás se referían a Diego no tuviese ninguna base real, que tan sólo fuesen habladurías.
Le respondí con sinceridad.
-Sí, en realidad estabajusto pensando en eso.
-No somos los únicos vampiros en el mundo -afir­mó Diego con solemnidad.
-Ya lo sé. Riley suelta cosas a veces, pero tampoco puede haber muchos. Quiero decir, ¿no nos habríamos dado cuenta antes?
Diego asintió.
-Eso es lo que yo creo, también. Y ésa es la razón de que resulte tan extraño que ella siga haciendo más de no­sotros, ¿no te parece?
Fruncí el ceño.
-Aja, porque no es que le gustemos precisamente a Riley ni nada por el estilo... -Hice una nueva pausa, a la espera de ver si él me contradecía. No lo hizo. Se limi­tó a esperar con un leve gesto de asentimiento, así que proseguí-: Y ella ni siquiera se ha presentado. Tienes ra­zón. No lo había contemplado desde ese punto. Bueno, en realidad ni siquiera había pensado en ello. Pero en­tonces, ¿para qué nos quieren?
Diego levantó una ceja.
-¿Quieres saber lo que pienso?
Asentí con cautela, pero mi inquietud nada tenía que ver con él en ese momento.
-Como he dicho antes, algo se está cociendo. Creo que ella quiere protección y ha puesto a Riley a cargo de la creación de la primera línea del frente.
Valoré aquello con un hormigueo que de nuevo me recorría la espalda.
-¿Y por qué no nos lo iban a decir? ¿No nos manten­dría eso, no sé, alerta o algo parecido?
-Eso sería lo más lógico -reconoció él.
Nos miramos en silencio durante unos intermina­bles segundos. No se me ocurría nada más y no parecía que se le ocurriese a él tampoco.
Finalmente, hice una mueca y dije:
-No sé si me lo trago... la parte esa de que Raoul sea bueno en nada, eso es todo.
Diego se rió.
-Eso es difícil de rebatir. -Y entonces dirigió la mira­da a las ventanas, al final de la oscura noche-. Se acabó el tiempo. Será mejor que volvamos antes de que nos quedemos tiesos.
-Cenizas, cenizas, todos caemos -canturreé para el cuello de mi camisa mientras me ponía en pie y recogía mi montón de libros.
Diego soltó una risotada.
Hicimos una nueva parada rápida en nuestro cami­no: nos metimos en la puerta de al lado, en los grandes almacenes Target -que estaban desiertos- en busca de bolsas de plástico con cierre hermético y dos mochilas. Protegí todos mis libros con bolsas dobles, me fastidia­ba mucho que el agua estropease las páginas.
Nos dirigimos entonces de regreso hacia el agua, por los tejados, principalmente. El cielo estaba empe­zando a teñirse de un tenue gris por el este. Nos zambu­llimos en la ensenadajusto delante de las narices de dos incautos vigilantes nocturnos junto al gran ferry -qué bueno para ellos que estuviese saciada, o habrían esta­do demasiado cerca para mi autocontrol- y nos despla­zamos a toda prisa por el agua turbia camino de la casa de Riley.
Al principio no sabía que se tratase de una carrera. Nadaba rápido tan solo por que el cielo estaba clareando.No tenía la costumbre de apurar tanto el tiempo. Si había de ser sincera conmigo misma, en menudo peda­zo de vampira pringada me había convertido: seguía las normas, no causaba problemas, iba por ahí con el chico más impopular del grupo y siempre llegaba a casa tem­prano.
Pero entonces Diego sí que cambió de marcha. Me sacó varios cuerpos de ventaja, se volvió hacia mí con una sonrisa que venía a decir: « ¿Qué pasa, es que no puedes mantener el ritmo?». Y se puso de nuevo a darle caña.
Bien, yo no iba a aceptar aquello. No era capaz de recordar si había sido competitiva antes -todo parecía tan lejano e irrelevante-, pero puede que lo fuera, por­que respondí de inmediato a su desafío. Diego era un buen nadador, pero yo era más fuerte, en especial justo después de haberme nutrido.
«Nos vemos», gesticulé con los labios al adelantarle, aunque no estaba segura de que lo hubiese visto.
Lo dejé atrás en la oscuridad del agua, y no perdí ni un instante en detenerme a ver por cuánto le ganaba. Atravesé la ensenada a toda velocidad hasta que alcancé el extremo de la isla donde se encontraba el más recien­te de nuestros hogares. El anterior había consistido en una gran cabana en medio de la nada, rodeada de nie­ve, en la ladera de una montaña en la cordillera de las Cascadas. Al igual que aquella casa, la actual estaba ais­lada, contaba con un amplio sótano y sus propietarios habían fallecido recientemente.
Me apresuré a llegar a la playa rocosa y poco profun­da, y a continuación hundí los dedos en el acantilado de arenisca y salí volando. Oí a Diego salir del agua jus­to al tiempo que me agarraba del tronco de un pino descolgado y pasaba por encima del borde del acan­tilado.
Cuando aterricé con suavidad sobre los dedos de los pies, dos cosas me llamaron la atención. Primera: había mucha luz allí fuera. Segunda: la casa había desapa­recido.
Bueno, no había desaparecido del todo, parte de ella aún era visible, pero el espacio que antes ocupaba la casa estaba ahora vacío. El techo se había venido aba­jo y se había convertido en porciones irregulares y an­gulosas de madera negra, carbonizada, hundida por de­bajo de la altura que antes tenía la puerta principal.
Estaba amaneciendo con rapidez. Los oscuros pinos dejaban entrever rastros de su verde perenne. Las copas más pálidas pronto destacarían contra la oscuridad del fondo y, llegados a ese punto, yo estaría muerta.
O muerta de verdad, o quién sabe qué. Esta sedienta segunda vida de superhéroe se iría al garete en una sú­bita llamarada. Y lo único que me imaginaba era que se­ría muy, muy dolorosa.
No era la primera vez que veía nuestro refugio des­truido -con tanta pelea y tanto fuego en los sótanos, la mayoría sólo duraba unas semanas-, pero era la prime­ra vez que me encontraba ante la escena de la destruc­ción con la amenaza de los primeros y débiles rayos de la luz del sol.
Aspiré en un jadeo de aturdimiento cuando Diego aterrizó a mi lado.
-¿Y si nos metemos bajo el tejado? -susurré-. ¿Sería eso lo bastante seguro o...?
-No te ralles, Bree -me dijo Diego, que sonaba de­masiado tranquilo-. Conozco un sitio. Vamos.
Dio una voltereta muy elegante hacia atrás por enci­ma del borde del acantilado.
Yo no pensaba que el agua fuese filtro suficiente para la luz del sol, aunque tal vez no pudiésemos arder si nos encontrábamos sumergidos, ¿no? A mí me pare­cía un plan realmente pobre.
No obstante, en lugar de escarbar un túnel bajo la chamuscada estructura de la casa siniestrada, me lancé detrás de él por el acantilado. No estaba en absoluto se­gura de mi razonamiento, y ésa era una sensación extra­ña. Por lo general hacía siempre lo mismo: seguía la ru­tina, actuaba según la lógica.
Alcancé a Diego en el agua. Volvía a echar una ca­rrera, pero esta vez no era porque sí. Una carrera con­tra el sol.
A toda velocidad, dobló un cabo de la pequeña isla y se sumergió muy profundo. Me sorprendió que no se golpease contra el fondo rocoso de la ensenada, y me sorprendí aún más cuando pude sentir el flujo de una corriente más cálida. Surgía de lo que había pensado que no era sino un saliente en la roca.
Muy hábil por parte de Diego el contar con un sitio como éste. Sin duda, no iba a resultar divertido quedar­nos sentados en una cueva submarina todo el día -el he­cho de no respirar provocaba irritación pasada unas horas-, pero era mejor que reventar hecha cenizas. Te­nía que haber pensado como Diego. Pensar en algo más aparte de la sangre, quiero decir. Tenía que haber esta­do preparada para lo inesperado.
Diego continuó avanzando a través de una estrecha grieta en las rocas. Allí dentro estaba oscuro, negro como el carbón. A salvo. No podía seguir nadando -el espacio era demasiado estrecho-, así que avancé como pude, igual que Diego, trepando por la tortuosa abertura. Se­guí esperando a que se detuviese, pero no lo hizo. De re­pente me percaté de que estábamos ascendiendo de ver­dad, y entonces oí a Diego salir a la superficie.
Yo salí apenas medio segundo después que él.
La cueva apenas era algo más que un pequeño agu­jero, una madriguera del tamaño de un Volkswagen Es­carabajo, aunque no tan alta. Una segunda abertura con­ducía al exterior desde el fondo, y podía percibir el aire fresco procedente de aquella dirección. Distinguí la for­ma de los dedos de Diego repetida una y otra vez en la textura de las paredes de piedra caliza.
-Bonito lugar -le dije.
Diego sonrió.
-Mejor que la espalda de Fred elFreaky. -Eso no te lo discuto. Mmm. Gracias. -De nada.
Nos miramos en la oscuridad durante un minuto. Su semblante, relajado y tranquilo. Con cualquier otro, Kevin, Kristie o quien fuese de entre los demás, habría sido aterrador: el espacio reducido, la proximidad for­zosa. El modo en que podía oler su rastro a todo mí al­rededor. Eso habría significado una muerte rápida y do-lorosa en cualquier instante. Pero Diego era tan sereno. Nada parecido a ningún otro.
-¿Qué edad tienes? -me preguntó de pronto.
-Tres meses, ya te lo he dicho.
-No me refería a eso. Supongo que la forma apro­piada de preguntártelo sería... mmm, ¿ qué edad tenías?
Me aparté, incómoda, cuando me di cuenta de que me estaba preguntad por rollos humanos. Nadie  hablaba de eso. Nadie quería pensar en ello. Pero yo tam­poco quería poner fin a la conversación. Se trataba de que mantener siquiera una conversación era una expe­riencia nueva y distinta. Vacilé, y él aguardó con una ex­presión de curiosidad.
-Tenía, mmm, quince años, creo. Casi dieciséis. No me acuerdo del día... ¿había pasado mi cumpleaños? -Intenté hacer memoria, pero aquellas últimas sema­nas de hambre eran como una gran mancha borrosa, y los esfuerzos por conseguir aclararlas hacían que la ca­beza me doliese de un modo muy extraño. Negué con un gesto, lo dejé-. ¿Y tú?
-Acababa de cumplir los dieciocho -me dijo él-. Qué cerca.
-¿Cerca de qué?
-De salir -me dijo, pero no continuó. Durante un minuto se produjo un silencio incómodo y a continua­ción cambió de tema-. Lo has hecho realmente bien desde que llegaste -me dijo conforme iba recorriendo con la mirada mis brazos cruzados, las piernas encogi­das-. Has sobrevivido, has evitado atraer la atención inapropiada, estás entera.
Hice un gesto de indiferencia y me remangué la ca­miseta hasta el hombro, de forma que pudiese ver la lí­nea delgada e irregular que me circundaba el brazo.
-Este me lo arrancaron una vez -admití-. Me lo vol­vieron a poner antes de quejen lo pudiese flambear. Riley me enseñó cómo recolocármelo.
Diego sonrió de forma irónica y se tocó la rodilla de­recha con un dedo. Sus vaqueros oscuros cubrían la ci­catriz que debía de haber ahí.
-Le pasa a todo el mundo.
-Ouch -dije yo. El asintió.
-En serio. Pero como te estaba diciendo, eres una vampira bastante decente.
-¿Se supone que debería darte las gracias?
-Sólo estoy pensando en voz alta, intentando hallar­le el sentido a las cosas.
-¿A qué cosas?
Frunció ligeramente el ceño.
-A lo que está pasando en realidad. A qué pretende Riley, por qué sigue trayéndole a ella unos chicos tan al azar. Por qué a Riley no parece importarle si se trata de alguien como tú o de alguien como ese idiota de Kevin.
Sonaba como si él no conociese a Riley mejor que yo en absoluto.
-¿Qué quieres decir con alguien como yo? -le pregunté.
-Tú eres del tipo que Riley debería estar buscando, i de los listos, y no esa banda de malotes estúpidos que no deja de traer Raoul. Apostaría a que tú no ibas de buscona drogata cuando eras humana.
Me sentí incómoda ante la última palabra. Diego se quedó esperando mi respuesta, como si no hubiera dicho nada raro. Respiré hondo y volví a pensar.
-No andaba muy lejos -admití tras unos segundos de paciente observación por su parte-. No había llegado a eso, pero en unas pocas semanas más... -Me encogí de hombros-. Ya sabes, no me acuerdo de mucho, pero sí recuerdo que pensaba que no había nada más fuerte en este planeta que el hambre de antes. Ahora  resulta que la sed es peor.
Se rió.
-Ni que lo digas, hermana.
-¿Y qué hay de tí? ¿No eras tú un jovencito fugitivo y problemático como el resto de nosotros?
-Oh, sí que era problemático, a base de bien. Dejó de hablar.
Pero yo también sabía quedarme sentada y esperar las respuestas a unas preguntas inapropiadas. Me limité a mirarle fijamente.
Suspiró. El olor de su aliento era agradable. Todo el mundo olía dulce, pero Diego tenía una pizca de algo más: alguna especia como la canela o el clavo.
-Intenté mantenerme lejos de toda esa mierda. Es­tudié mucho. Iba a salir del gueto, ya sabes, ir a la uni­versidad. Convertirme en alguien. Pero había un tío no muy diferente de Raoul: únete o muere, ése era su lema. Yo no quería ninguna de las dos opciones, así que me mantenía lejos de su grupo, tenía cuidado, seguía vivo.
Se detuvo y cerró los ojos.
Yo no había terminado de presionarle.
-¿Y?
-Mi hermano menor no tuvo el mismo cuidado. Estaba a punto de preguntarle si su hermano se ha­bía unido o había muerto, pero la expresión de su ros­tro hizo innecesaria la pregunta. Desvié la mirada, no sabía cómo reaccionar. La verdad es que no podía en­tender su pérdida, el dolor que aún le hacía sentir de una forma tan clara. Yo no había dejado atrás nada que añorase todavía. ¿Era ésa la diferencia? ¿Era ésa la razón por la cual él se detenía a pensar en unos recuerdos que los demás rehuíamos?
Seguía sin ver cómo encajaba Riley en todo aquello. Riley y la dolorosa hamburguesa con queso. Quería oír  aquella parte de la historia, pero entonces me sentí mal por empujarle a responder.
Afortunadamente para mi curiosidad, Diego prosi­guió un minuto después.
-Me descontrolé, digámoslo así. Le robé un arma a un amigo y me fui de caza. -Se rió de forma siniestra-. No se me daba tan bien por aquel entonces, pero acabé con el tío que se cargó a mi hermano antes de que él me liquidase a mí. El resto de su gente me tenía acorralado en un callejón. Y luego, de repente, allí estaba Riley, en­tre ellos y yo. Recuerdo haber pensado que era el tipo más pálido que jamás había visto. Ni siquiera miró a los otros cuando le dispararon, como si las balas fueran mos­cas. ¿Sabes lo que me dijo? Pues esto:
« ¿Quieres una nue­va vida, chaval?».
-¡Ja! -Me reí-. Eso es mucho mejor que lo mío. To­do lo que yo obtuve fue: «Eh, chica, ¿quieres una ham­burguesa?».
Aún me acordaba del aspecto que Riley tenía aque­lla noche, aunque la imagen estuviese toda borrosa por­que mi vista era un asco en aquella época. Era el tío más bueno que había visto nunca, alto, rubio y tan perfecto, cada rasgo. Sabía que sus ojos habían de ser igual de bo­nitos debajo de las gafas de sol oscuras que no se quitó en ningún momento, y su voz tan agradable, tan dulce. Creí que sabía lo que deseaba a cambio de la comida, y también se lo habría dado. No porque fuese tan agrada­ble a la vista, sino porque no había comido nada excep­to basura en dos semanas. Y sin embargo, resultó que lo que quería era otra cosa.
Diego se rió con la frase de la hamburguesa.
-Debías de estar bastante hambrienta.
-Que te mueres.
-¿Y por qué pasabas tanta hambre?
-Porque fui estúpida y me largué huyendo antes de sacarme el carné de conducir. No podía conseguir un trabajo de verdad, y era una ladrona penosa.
-¿De qué estabas huyendo?
Vacilé. Los recuerdos se iban aclarando poco a poco conforme me iba concentrando en ellos, y no estaba se­gura de desear tal cosa.
-Venga, vamos -insistió-. Yo te he contado lo mío.
-Es cierto, lo has hecho. Vale. Estaba huyendo de mi padre, que solía zurrarme bastante. Es probable que le hiciese lo mismo a mi madre antes de que ella se larga­se. Yo era muy pequeña entonces y apenas me enteraba de nada. La cosa fue a peor y pensé que si esperaba de­masiado acabaría muerta. El me decía que si alguna vez me iba, me moriría de hambre. En eso tenía razón, lo único en lo que acertó en cuanto a mí se refiere. No pienso mucho en ello.
Diego hizo un gesto de asentimiento.
-Es duro recordar ese rollo, ¿verdad? Es todo tan confuso y oscuro.
-Es como intentar ver con barro en los ojos.
-Una buena comparación -me halagó; entrecerró los ojos como si estuviese intentando ver, y se los frotó.
Nos volvimos a reír juntos. Muy raro.
-Me parece que no me he reído con nadie desde que conocí a Riley -dijo él dando así voz a mis pensamien­tos-. Es agradable. Tú eres agradable, no como los otros. ¿Has intentado alguna vez mantener una conversación con alguno de ellos?
-No, en absoluto.
-No te estás perdiendo nada, que es a donde yo voy. ¿No disfrutaría Riley de un nivel de vida un poco más alto si se rodease de vampiros decentes? Si se supone que hemos de protegerla a ella, ¿no debería él buscárse­los listos?
-Así que Riley no necesita cerebros -razoné-. Nece­sita cantidad.
Diego frunció los labios al valorarlo.
-Si se tratase de ajedrez, no estaría creando alfiles y caballos.
-No somos más que peones -caí en la cuenta.
Nos quedamos mirándonos el uno al otro durante un minuto eterno.
-Yo no quiero pensar eso -afirmó Diego.
-¿Qué hacemos entonces? -le pregunté, utilizando el plural de manera automática, como si ya formásemos un equipo.
Meditó sobre mi pregunta un instante, con aspec­to de estar incómodo, y lamenté aquella primera perso­na del plural. Pero entonces dijo:
-¿Qué vamos a poder hacer si no sabemos lo que está pasando?
Así que no le importaba lo del equipo, y eso me hizo sentir realmente bien, de un modo que no recordaba haberme sentido nunca.
-Supongo que mantener los ojos bien abiertos, pres­tar atención, intentar deducirlo.
Asintió.
-Tenemos que pensar en todo lo que nos haya di­cho Riley, en todo lo que ha hecho. -Hizo una pausa, pensativo-. Una vez intenté hablar con él sobre esto, pero a Riley no pudo haberle importado menos. Me dijo que me centrase en cuestiones de mayor relevan­cia, como la sed. Que por otro lado era lo único en lo que podía pensar entonces, por supuesto. Me hizo salir de caza y dejé de preocuparme...
Observé cómo pensaba en Riley. Tenía la mirada perdida mientras revivía el recuerdo, y yo tenía mis du­das. Diego era mi primer amigo en esta vida, pero yo no era el suyo.
De golpe, me volvió a sobresaltar su razonamiento.
-¿Qué hemos aprendido de Riley, entonces?
Me concentré y fui recorriendo mentalmente los tres últimos meses.
-La verdad es que no nos cuenta mucho, ya lo sabes. Sólo los fundamentos de los vampiros.
-Tenemos que escuchar con mayor atención.
Permanecimos sentados en silencio, valorando aque­llo último. Yo pensaba en lo mucho que aún ignoraba, principalmente, y en por qué no me había preocupado hasta ahora por todo lo que no sabía. Era como si hablar con Diego me hubiese aclarado las ideas. Por primera vez en tres meses, la sangre no era lo más importante.
El silencio se prolongó durante un rato. El orificio negro a través del cual yo había notado que entraba aire fresco en la cueva ya no era tan negro. Ahora era de co­lor gris oscuro y a cada segundo que pasaba se iba acla­rando de manera infinitesimal. Diego se percató de que lo observaba nerviosa.
-No te preocupes -me dijo-. En los días soleados se cuela aquí una luz muy tenue. No te hace nada -e hizo un gesto de indiferencia.
Escruté más de cerca la abertura en el suelo, donde el agua iba desapareciendo a medida que la marea bajaba.
-En serio, Bree. Ya he estado aquí abajo otras veces durante el día. Le hablé a Riley de esta cavidad y de que estaba llena de agua en su mayoría, y él dijo que era un buen sitio para cuando necesitase salir de esa casa de lo­cos. De todas formas, ¿tengo aspecto de haberme cha­muscado?
Vacilé al pensar en lo diferente que era su relación con Riley de la mía. Arqueó las cejas a la espera de una respuesta.
-No -dije finalmente-. Pero...
-Mira -me interrumpió con impaciencia. Reptó ve­loz para llegar al túnel y metió allí el brazo hasta el hom­bro-. Nada.
Asentí una vez.
-¡Tranquilízate! ¿Quieres que pruebe a ver hasta qué altura puedo llegar?
Fue metiendo la cabeza en el conducto conforme hablaba y empezó a ascender.
-No lo hagas, Diego. -Había desaparecido ya de mi vista-. Estoy tranquila, lo juro.
Se estaba riendo, y sonaba como si ya hubiese avan­zado varios metros por el túnel. Quería ir tras él, aga­rrarle del pie y tirar de él para traerlo de vuelta, pero es­taba petrificada por la ansiedad. Sería estúpido arriesgar mi vida para salvar la de un completo extraño. Pero no había tenido nada semejante a un amigo en la eterni­dad. A esas alturas ya iba a resultarme duro volver a es­tar sin nadie con quien hablar, tras una sola noche.
-No me estoy quemando1 -voceó desde arriba en tono de guasa- Espera... ¿Qué...? ¡Ah!
-¿Diego?
Atravesé la cueva de un salto e introduje la cabeza en el túnel. Su rostro estaba allí mismo, a centímetros del mío.
-¡Bu!
Retrocedí de un respingo ante su proximidad; un acto reflejo sin más, un viejo hábito.
-Muy divertido -dije con sequedad al tiempo que me apartaba y él se deslizaba de nuevo en el interior de la cueva.
-Chica, necesitas relajarte. Esto ya lo he investigado, ¿vale? La luz indirecta del sol no causa ningún daño.
-¿Me estás diciendo entonces que me puedo poner a la maravillosa sombra de un árbol sin que me pase nada?
Dudó unos instantes, como si se estuviese debatien­do entre contarme algo o no hacerlo, y entonces me di­jo en voz baja:
-Yo lo hice una vez.
Me quedé mirándole, a la espera de su sonrisa, por­que aquello era una broma. Ni rastro de ella.
-Riley dijo... -arranqué yo, y entonces mi voz se fue apagando.
-Sí, ya sé lo que dijo Riley -admitió-. Puede que Ri­ley no sepa tanto como él dice.
-Pero ¿y Shelly y Steve? ¿Doug y Adam? ¿Aquel chi­co pelirrojo? Todos ellos. Ya no están porque no regre­saron a tiempo. Riley vio las cenizas. -Las cejas de Die­go se juntaron en un gesto de tristeza-. Todo el mundo sabe que los vampiros de antaño tenían que permane­cer en ataúdes durante el día -proseguí- para proteger­se del sol. Eso es saber común, Diego.
-Tienes razón. Todos los relatos recogen eso, sin duda.
-Y de todas formas, ¿qué ganaría Riley encerrándo­nos en un sótano donde no llegase la luz, un gran ataúd colectivo, durante todo el día?
En español en el original (tv del t)

 Lo que hacemos es de­moler la casa, y él tiene que ocuparse de las peleas, es un caos constante. No me puedes estar diciendo que Ri­ley disfruta con ello.
Algo de lo que dije le sorprendió. Se quedó sentado con la boca abierta durante un segundo; entonces la cerró.
-¿Qué?
-Saber común -repitió él-. ¿Qué hacen los vampi­ros metidos en ataúdes todo el día?
-Mmm... Ya, claro, se supone que dormir, ¿no? Aun­que yo me imagino que lo más probable es que se que­den ahí tumbados y aburridos, porque nosotros no... Vale, entonces esa parte es incorrecta.
-Exacto. En los relatos no están simplemente dor­midos, están totalmente inconscientes. No se pueden despertar. Un humano puede llegar tan campante y cla­varles una estaca, sin problema ninguno. Y ésa es otra: las estacas. ¿De verdad crees que alguien puede atrave­sarte  con un trozo de madera?
Me encogí de hombros.
-La verdad es que no he pensado en ello. Es decir, supongo que no con un trozo normal de madera, obvia­mente. Puede que la madera afilada tenga algún tipo de... yo qué sé. Propiedades mágicas o algo así.
Diego resopló.
-Por favor.
-Vale, no lo sé. De todas formas, yo no me quedaría ahí quieta  mientras un humano viene corriendo hacia mí con un palo de escoba afilado.
Diego -todavía con una especie de gesto de asco en el rostro, como si la magia fuera realmente algo tan le­jano siendo un vampiro- se puso de rodillas y empezó a rascar con los dedos la piedra caliza que había sobre él. Se le llenó el pelo de fragmentos minúsculos de piedra, pero él no se inmutó.
-¿Qué haces?
-Experimentar.
Escarbó con ambas manos hasta que pudo ponerse en pie, y siguió adelante.
-Diego, sal a la superficie y explota. Para ya.
-No estoy intentando... Ah, allá vamos.
Se produjo un fuerte crujido, y otro más a continua­ción, pero no hubo nada de luz. Se volvió a agachar, has­ta donde yo pudiera verle la cara, con el trozo de la raíz de un árbol en la mano blanca, muerta y seca bajo los te­rrones de arena. El extremo por donde la había partido formaba una punta afilada y desigual. Me la tiró.
-Clávamela.
Se la tiré de vuelta.
-Olvídalo.
-Lo digo en serio. Sabes que no puede hacerme nin­gún daño.
Volvió a lanzarme la raíz, describiendo un arco. En lugar de atraparla, le di un golpe para devolverla.
La agarró al vuelo y masculló:
-¡Cómo puedes ser tan... supersticiosa!
-Soy un vampiro. Si eso no demuestra que la gente supersticiosa tiene razón, entonces no sé yo qué lo de­mostrará.
-Muy bien, yo lo haré.
Sostuvo la raíz apartada de sí en un gesto dramático, el brazo extendido, como si se tratase de una espada y estuviese a punto de atravesarse.
-Venga ya -le dije inquieta-. Esto es estúpido.
-Ahí voy yo. A que no hay nada en juego.
Destrozó la raíz contra su pecho justo en el lugar donde antes le latía el corazón, con la fuerza suficiente como para atravesar un bloque de granito. Me quedé helada de pánico hasta que se rió.
-Tendrías que verte la cara, Bree.
Jugueteó con las astillas de madera rota entre los de­dos. La raíz destrozada cayó al suelo en añicos. Diego se sacudió la camisa, aunque ya estaba demasiado sucia de tanto nadar y excavar para que el esfuerzo le sirviese de algo. Ambos tendríamos que robar más ropa en la próxima oportunidad que se nos presentase.
-Quizá sea diferente cuando lo hace un humano.
-¿Lo dices por lo mágica que tú te sentías cuando eras humana?
-No lo sé, Diego -dije con exasperación-. Yo no me inventé todas esas historias.
Asintió, ahora más serio de repente.
-¿Y si las historias son exactamente eso? Un invento.
Suspiré.
-¿Y eso qué cambiaría?
-No estoy seguro, pero si vamos a analizar con dete­nimiento por qué estamos aquí, por qué Riley nos llevó hasta ella, por qué sigue haciendo más de nosotros, en­tonces tenemos que ser capaces de comprender tanto como nos sea posible -concluyó, y arrugó la frente, de­saparecido ya de su semblante todo rastro de risa alguna.
Yo sólo pude mirarlo fijamente. No tenía respuestas.
La expresión de sus facciones se suavizó un poco.
-Esto es de una gran ayuda, ¿sabes? Hablar de ello me ayuda a concentrarme.
-A mí también -le dije-. No sé por qué no había pen­sado jamás en esto. Parece tan obvio. Pero si nos ponemos juntos en ello... no sé. Me mantiene más encarrilada.
-Exacto. -Diego me sonrió-. Me alegro mucho de que salieses esta noche.
-No te pongas pasteloso conmigo ahora.
-¿Qué? ¿No quieres que seamos -abrió desmesura­damente los ojos y el tono de su voz se volvió una octava más agudo- IAEs? -y se partió de risa tras aquella expre­sión tan torpe.
Puse los ojos en blanco sin estar completamente se­gura de si se estaba riendo de lo que había dicho o de mí.
-Venga, Bree, por favor, sé mi íntima amiga para la eternidad.
Seguía de broma, pero su amplia sonrisa era natural y... optimista. Me ofreció la mano extendida.
Esta vez fui de verdad a chocarle los cinco y, has­ta que me cogió la mano y la sostuvo, no me percaté de que él había pretendido algo distinto.
Resultaba sorprendentemente extraño tocar a otra persona después de toda una vida -porque los últimos tres meses eran toda mi vida- de evitar todo tipo de con­tacto. Igual que tocar una línea de alta tensión caída, entre chispas, sólo para descubrir que la sensación era agradable.
Pude sentir que la sonrisa en mi cara estaba un poco torcida.
-Cuenta conmigo.
-Excelente. Nuestro propio club privado. -Muy exclusivo -coincidí.
El aún tenía mi mano. No la movía como en un apretón, pero tampoco la sujetaba exactamente. -Necesitamos un saludo secreto. -Eso lo dejo a tu elección.
-Por lo tanto, el club súper secreto de los íntimos amigos es llamado al orden, todos presentes, el saludo secreto habrá de ser ideado en una fecha posterior -di­jo-. Primer orden del día: Riley. ¿Ignorante? ¿Mal infor­mado? ¿O mentiroso?
Sus ojos se hallaban fijos sobre los míos conforme hablaba, abiertos de par en par y sinceros. No hubo nin­gún cambio en el momento en que pronunció el nom­bre de Riley. En aquel instante estuve segura de que no había fundamento en las historias sobre Diego y Riley. Tan sólo era que Diego llevaba más tiempo allí que el resto, nada más. Podía confiar en él.
-Añádase esto a la lista -le dije-. Planes. En lo refe­rente a ¿cuáles son los suyos?
-Has dado en el blanco. Eso es exactamente lo que hemos de averiguar. Pero antes, otro experimento.
-Esa palabra me pone nerviosa.
-La confianza es un componente esencial de la parafernalia del club secreto.
Se puso en pie ocupando el espacio extra en el te­cho que él mismo había abierto, y se puso a excavar de nuevo. En un instante sus pies se tambaleaban en el aire mientras se sujetaba con una mano y escarbaba con la otra.
-Más te vale estar buscando ajos -le advertí, y retro­cedí en dirección al túnel que conducía al mar.
-Las historias no son ciertas, Bree -me dijo a voces.
Continuó ascendiendo dentro del agujero que ha­cía, y seguía lloviendo tierra. A ese ritmo iba a rellenar todo su escondite, o a inundarlo de luz, lo cual lo con­vertiría en algo más inútil aún.
Me deslicé casi entera en el interior del conducto de escape, apenas asomaba las yemas de los dedos y los ojos por encima del borde. El agua me llegaba sólo hasta la cadera. Me bastaría con una mínima fracción de segun­do para desaparecer en la oscuridad que había debajo de mí, y podía pasar un día sin respirar.
Nunca había sido una entusiasta del fuego. El moti­vo de ello podía hallarse en algún recuerdo enterrado de mi infancia, o quizá se trataba de algo más reciente. Ya había tenido fuego de sobra con mi conversión en vampiro.
Diego tenía que estar ya cerca de la superficie. Una vez más, tuve que combatir la idea de perder a mi nue­vo y único amigo.
-Diego, para ya, por favor -susurré, consciente de que lo más probable era que él se riese, en el convenci­miento de que no me escucharía.
-Confía, Bree.
Aguardé, inmóvil.
-Casi... -masculló él-. Muy bien.
Me tensé a la espera de la luz, o de una chispa, o de la explosión, pero Diego se dejó caer mientras conti­nuaba oscuro. En la mano llevaba una raíz más larga, un palo grueso y retorcido casi tan alto como yo. Me de­dicó una mirada en plan «ya te lo he dicho».
-No soy un completo insensato -me dijo. Señaló la raíz con la mano que tenía libre-. ¿Lo ves? Precauciones.
Dicho aquello, metió la raíz en el agujero que había hecho y la clavó en la parte alta. Se produjo una avalan­cha final de grava y arena al tiempo que Diego retroce­día de rodillas para apartarse. Y entonces un haz de luz brillante -un rayo del grosor del brazo de Diego- perfo­ró la oscuridad de la cueva. La luz formaba una colum­na desde el techo hasta el suelo, que resplandecía al atravesarla el polvo a la deriva. Yo estaba petrificada, asi­da al borde, lista para hundirme.
Diego no salió despedido ni se puso a gritar de do­lor. No había ningún olor a humo. La cueva estaba cien veces más iluminada que antes pero a él no parecía afec­tarle, así que quizá fuera verdad su historia sobre la som­bra del árbol. Observé con atención cómo permanecía arrodillado junto a la columna de luz, inmóvil, mirán­dola fijamente. Se encontraba bien en apariencia, pero en su piel había un ligero cambio, una especie de movi­miento que reflejaba el brillo, quizás a causa del polvo que caía. Casi parecía como si él mismo estuviese bri­llando.
Quizá no fuese el polvo, quizá se estuviese queman­do. Quizá no doliese y él se daría cuenta demasiado tarde...
Pasaron los segundos y seguíamos con la mirada fija en la luz del sol, inmóviles.
Entonces, en un movimiento que se antojaba abso­lutamente esperado y a la vez por completo impensa­ble, Diego abrió una mano con la palma hacia arriba y extendió el brazo en dirección al haz de luz.
Me moví más rápido de lo que podía siquiera pen­sar, que ya era rápido de narices. Más veloz de lo queja-más me había movido.
Arrollé a Diego de espaldas contra el muro de la co­vacha repleta de tierra antes de que pudiese atravesar ese último centímetro que expondría su piel a la luz.
La cavidad se llenó de un fulgor repentino, y sentí el calor en mi pierna en el preciso momento en que me percaté de que no había espacio suficiente para poder contener a Diego contra la pared sin que alguna parte de mi cuerpo tocase la luz.
-¡Bree! -exclamó en un grito ahogado.
Me aparté de él de manera automática y me revolví para apretarme contra la pared. Duró menos de un se­gundo, y todo ese tiempo me quedé esperando a que el dolor se apoderase de mí. A que prendiesen las llamas y a continuación se extendiesen igual que la noche que la conocí a ella, sólo que más rápido. El fogonazo de luz cegadora había desaparecido. De nuevo, sólo quedaba allí la columna de sol.
Dirigí la mirada al rostro de Diego; tenía los ojos como platos y la boca abierta de par en par. Estaba total­mente quieto, señal segura de alarma. Quería mirarme la pierna, pero me daba miedo ver lo que quedaba; no era como cuando Jen me arrancó el brazo, si bien aque­llo me dolió más. No iba a ser capaz de curarme esto.
Seguía sin dolerme.
-Bree, ¿has visto eso?
Hice un rápido gesto negativo con la cabeza.
-¿Está muy mal?
-¿Mal?
-Mi pierna -mascullé entre dientes-. Dime solamen­te cuánta pierna queda.
-A mí me parece que está perfecta.
Bajé la vista rápidamente y, en efecto, allí estaba mi  pie, con mi  pantorrilla, justo igual que antes. Moví los dedos de los pies. Perfecto.
-¿Te duele? -me preguntó.
Me incorporé del suelo y me puse de rodillas.
-Todavía no.
-¿Has visto lo que ha pasado? ¿La luz? Negué con la cabeza.
-Observa esto -dijo mientras se arrodillaba de nue­vo frente al haz de luz-. Y no me vuelvas a apartar de un empujón. Tú ya has demostrado que estoy en lo cierto.
Extendió la mano. Quedarse mirando volvía a resul­tar casi igual de duro esta vez, aunque no notase ningún cambio en la pierna.
En el instante en que sus dedos atravesaron el haz de luz, la cueva se llenó con un millón de brillantes re­flejos iridiscentes. Había tanta claridad como en un in­vernadero a mediodía: luz por todas partes. Di un res­pingo y me estremecí. La luz del sol me envolvía por completo.
-Irreal -susurró Diego.
Introdujo el resto de la mano en la luz y la cueva se iluminó aún más. Giró la mano para mirarse el anverso y después la volvió a poner boca arriba. Los reflejos dan­zaron como si Diego estuviese girando un prisma.
No había ningún olor a quemado, y era patente que no le dolía. Observé su mano más de cerca y me pareció como si tuviese millones de espejos minúsculos sobre la piel, demasiado pequeños para distinguirlos de forma independiente, que reflejaban la luz con el doble de in­tensidad que un espejo normal.
-Ven aquí, Bree... tienes que probar esto.
No pude pensar en una razón para negarme, y sentía curiosidad, pero aún me notaba reacia al acercarme a su lado.
-¿No quema?
-Nada. La luz no nos quema, sólo... se refleja en no­sotros. Me imagino que decir eso es quedarse un poco corto.
Con la lentitud propia de un humano, renuente, al­cancé la luz con los dedos. Mi piel comenzó de inmedia­to a centellear con los reflejos, y la cavidad se iluminó tanto que, en comparación, el día en el exterior hubie­ra parecido oscuro. No obstante, no eran exactamente reflejos, la luz era refractada y de colores, algo más pa­recido a un cristal. Metí la mano entera y la cavidad se iluminó aún más.
-¿Crees que Riley lo sabe? -susurré.
-Puede que sí, puede que no.
-Si lo supiese, ¿por qué no nos lo iba a contar? ¿Qué sentido tendría? Así que somos bolas de discoteca an­dantes -me encogí de hombros.
Diego se rió.
-Ya veo de dónde provienen las historias. Imagínate que hubieras visto esto en alguien cuando eras huma­na, ¿no pensarías que el tío se estaba quemando?
-Si no se acercase a charlar un rato, quizás.
-Esto es increíble -dijo Diego.
Con un dedo trazó una línea que atravesaba la res­plandeciente palma de mi mano. Entonces se puso en pie de un salto bajo el haz y la cueva se convirtió en un festival de luz.
-Venga, salgamos de aquí.
Estiró los brazos y ascendió por el agujero que había abierto hacia la superficie.
Se podría pensar que debería haberlo asumido, pe­ro aún estaba nerviosa al seguirle. Me mantuve pegada a sus talones, no quería parecer una completa cobarde, pero fui todo el camino con el estómago encogido; Ri-ley había sido muy claro en lo de arder al sol, en mi men­te eso iba asociado al rato de quemazón tan horrible que pasé al convertirme en vampiro, y no era capaz de escapar al pánico instintivo que se apoderaba de mí ca­da vez que pensaba en ello.
Diego había salido ya del agujero, y yo me encontré a su lado medio segundo después. Permanecimos en pie en una zona de hierba silvestre, a tan sólo unos po­cos pasos de los árboles que cubrían la isla. A nuestra es­palda había un par de metros hasta un acantilado bajo y, a continuación, el agua. A nuestro alrededor, todo brillaba a causa de los colores y a la luz que emitíamos.
-Guau -mascullé.
Diego me dedicó una amplia sonrisa cargada con la belleza de su rostro bajo la luz y, de repente, en medio de un profundo vuelco que me dio el estómago, me percaté de que todo eso de los I A Es distaba mucho de la realidad. Para mí, al menos. Así de rápido iba.
Se suavizó la amplitud de su sonrisa y se transformó en un rostro amable. Tenía los ojos tan abiertos como yo, todo asombro y luz. Me tocó la cara del mismo modo en que me había tocado la mano, como si estuviera in­tentando comprender aquel brillo.
-Cuánta belleza -murmuró, y dejó la mano sobre mi mejilla.
No estoy segura de cuánto tiempo nos quedamos allí de pie, sonriendo como dos verdaderos idiotas, re­fulgiendo como antorchas de cristal. No había barcos en la ensenada, lo cual probablemente fue una suer­te. De ningún modo habríamos pasado inadvertidos, ni siquiera para un humano con los ojos llenos de barro. Tampoco hubiesen podido hacernos nada, pero no tenía sed, y los gritos me habrían estropeado el buen ánimo.
Una gruesa nube ocultó finalmente el sol y, de pron­to, éramos de nuevo nosotros aunque con una ligera luminosidad, si bien no la suficiente para que se percata­se alguien con la vista más torpe que la de un vampiro.
En cuanto desapareció el brillo, se me aclararon las ideas y pude pensar en lo que vendría a continuación. No obstante, aunque Diego presentase de nuevo su as­pecto normal -no hecho de una luz resplandeciente, al menos-, supe que ante mis ojos no volvería a parecer el mismo. Aquel cosquilleo en la boca del estómago se­guía ahí, y me daba la sensación de que podría quedar­se de manera permanente.
-¿Se lo contamos a Riley? ¿Hemos decidido que no lo sabe? -le pregunté.
Diego suspiró y dejó caer la mano.
-No lo sé. Pensemos en ello mientras los rastreamos.
-Vamos a tener que ser cuidadosos al rastrearlos de día. Ya sabes, al parecer se nos nota un poco cuando nos da el sol.
Sonrió.
-Seremos ninjas. Asentí.
-Club ninja supe secreto mola mucho más que el rollo ese de los IA  Es. -Muchísimo más.
Apenas nos bastaron unos pocos segundos para dar con el punto desde donde el grupo al completo había abandonado la isla. Ésa era la parte fácil. Dar con el lu­gar donde habían puesto el pie en la costa continental ya era otro problema bien distinto. Valoramos por un segundo la posibilidad de separarnos, pero desestima­mos la idea por unanimidad. Nuestra lógica era de una solidez aplastante -al fin y al cabo, si uno de los dos en­contraba algo, ¿cómo se lo iba a contar al otro?-, pero se trataba sobre todo de que no quería alejarme de él, y notaba que él sentía lo mismo. Ambos nos habíamos pa­sado toda nuestra vida sin ninguna clase de buena com­pañía, y era algo         demasiado agradable como para mal­gastar ni un solo minuto de ella.
En cuanto adonde podían haber ido, había dema­siadas opciones: al territorio continental de la penínsu­la o a otra isla, o de regreso a las afueras de Seattle, o al norte, a Canadá. Siempre que demolíamos o quemába­mos uno de nuestros refugios, Riley estaba preparado, siempre parecía saber con exactitud adonde nos dirigi­ríamos a continuación. Debía de tener planes de ante­mano para estos temas, pero no nos hacía partícipes de éstos a ninguno de nosotros.
Podrían estar en cualquier parte.
Nos ralentizó mucho tener que andar sumergiéndo­nos en el agua y volviendo a la superficie para evitar a los barcos y a la gente, y transcurrió el día sin que la for­tuna nos sonriera, pero a ninguno de los dos nos impor­tó. Lo estábamos pasando mejor que nunca.
Qué día tan extraño. En lugar de sentarme triste en la oscuridad de mi escondite y de tragarme el asco in­tentando no prestar atención al caos, estaba jugando a los ninjas con mi reciente íntimo amigo, o puede que algo más. Nos reímos mucho mientras recorríamos las sombras y nos tirábamos piedras el uno al otro como si fueran estrellas con cuchillas.
Entonces se puso el sol y de repente la inquietud se apoderó de mí. ¿Nos buscaría Riley? ¿Deduciría que nos habíamos carbonizado? ¿Sabría lo que había pasado?
Comenzamos a movernos a mayor velocidad. A mu­cha más velocidad. Ya habíamos recorrido todas las is­las cercanas, así que nos concentramos en el territorio continental. Alrededor de una hora después del ocaso, percibí un olor familiar y en cuestión de segundos nos hallamos sobre su pista. Una vez localizada la senda del olor, resultaba tan sencillo como seguir a una manada de elefantes por la nieve recién caída.
Hablamos sobre cómo procederíamos, más en serio ahora, sin parar de correr.
-No creo que debamos contárselo a Riley -dije yo-. Digamos que hemos pasado todo el día en tu cueva an­tes de ir a buscarlos. -Mi paranoia iba en aumento con­forme hablaba-. Mejor aún, contémosles que tu cueva estaba llena de agua y que ni siquiera hemos podido hablar.
-Crees que Riley es un mal tipo, ¿verdad? -me pre­guntó en voz baja pasado un minuto.
Mientras hablaba, me cogió de la mano.
-No lo sé, pero prefiero actuar como si lo fuera, por si acaso. -Vacilé, y entonces añadí-: Tú no quieres creer que sea mala gente.
-No -admitió Diego-. Es algo parecido a un amigo. Es decir, no como lo eres tú -me apretó la mano-, pero más que cualquiera de los demás. No quiero pensar... -No terminó la frase.
Le devolví el apretón en la mano.                                                                                                       -Quizá sea decente del todo. El hecho de que no­sotros actuemos con cautela no va a cambiarle.
-Es verdad. O sea, me refiero a la historia de la cue­va submarina. Al menos el principio... podría hablar con él del tema del sol más adelante. De todas formas preferiría hacerlo durante el día, cuando pueda demos­trar mi afirmación de manera inmediata. Y por si acaso él ya lo sabe pero hay alguna buena razón por la cual nos haya contado otra cosa, se lo diré cuando él y yo es­temos solos. Lo pillaré al amanecer, cuando esté de re­greso de dondequiera que él se va...
Me percaté de la gran cantidad de primeras perso­nas del singular y no del plural que contenía aquel pe­queño discurso de Diego, y eso me preocupó. Aunque al mismo tiempo, yo no quería tener mucho que ver con lo de informar a Riley. No tenía en él la misma fe que Diego.
-¡Ataque ninja al amanecer! -dije para hacerle reír.
Funcionó. Comenzamos de nuevo a contar chistes mientras rastreábamos a nuestra manada de vampiros, pero podía notar que, debajo de tanta broma, Diego es­taba pensando en cosas serias, justo igual que yo.
Y mientras corríamos, lo único que hice fue inquie­tarme más, porque íbamos a gran velocidad y, aunque no había forma de que hubiésemos seguido el rastro equivocado, estábamos tardando demasiado. Nos está­bamos alejando mucho de la costa, habíamos ascendi­do y pasado al otro lado de las montañas cercanas, nos adentrábamos en un nuevo territorio. Aquél no era el patrón habitual.
Todas las casas que habíamos ocupado, ya se encon­trasen en lo alto de una montaña, en medio de una isla u ocultas en una granja enorme, tenían poco en co­mún: los propietarios fallecidos, el entorno aislado y todas, de un modo u otro, se concentraban en torno a Seattle, situadas alrededor de la gran ciudad como lu­nas en órbita. Seattle era siempre el centro, siempre el objetivo.
Ahora nos encontrábamos fuera de órbita, y daba mala espina. Quizá no significase nada, tal vez era tan sólo cuestión de que hoy habían cambiado demasiadas cosas. Todas las verdades que daba por sentadas habían quedado patas arriba y no estaba de humor para más ca­taclismos. ¿Por qué no podía Riley haber escogido un si­tio normal?
-Resulta curioso que estén tan lejos -murmuró Die­go, y pude percibir la tensión en su voz. -O temible -musité. Me apretó la mano.
-Está bien. El club ninja puede arreglárselas en cual­quier situación.
-¿Tienes ya un saludo secreto?
-Estoy trabajando en ello -me prometió él.
Algo empezó a incomodarme, como si pudiera sen­tir un extraño punto ciego: sabía que había algo que no estaba viendo, pero era incapaz de señalarlo con el de­do. Algo obvio...
Y entonces dimos con la casa, a unos cien kilóme­tros al oeste de nuestro perímetro habitual. Era imposi­ble confundir el ruido, el bum, bum, bumde los graves, la musiquilla de videojuego, los gruñidos. Típico de nues­tra gente.
Solté mi mano y Diego me miró.
-Eh, que ni siquiera te conozco -le dije en tono jocoso-. Apenas hemos cruzado cuatro palabras por cul­pa del agua en la que hemos estado metidos durante todo el día. Hasta donde yo sé, bien podrías ser un ninja o un vampiro.
Sonrió de oreja a oreja.
-Lo mismo te digo, desconocida. -Y entonces cam­bió a un tono más bajo y más rápido-: Haz exactamen­te lo mismo que ayer. Mañana
por la noche saldremos juntos.
Quizás hagamos algún reconocimiento; averi­guaremos más sobre lo que está pasando.
-Suena como si fuera un plan. Quedará entre tú y yo.
Se inclinó hacia mí y me besó... apenas un roce, pe­ro en los labios. El sobresalto ante aquello me recorrió todo el cuerpo como un latigazo. Y entonces dijo:
-Manos a la obra.
Y descendió por la falda de la montaña camino del origen del ruido estridente sin volver la vista atrás. Ya es­taba interpretando el papel.
Un poco aturdida, seguí sus pasos a unos metros de distancia, sin olvidarme de mantener entre nosotros el mismo espacio de separación que dejaría respecto de cualquier otro.
La casa era del estilo de una gran cabaña de troncos de madera, arropada por pinos en una depresión del te­rreno y sin rastro de vecinos en kilómetros a la redonda. Las ventanas estaban a oscuras, como si la casa estuviese vacía, pero la estructura entera temblaba a causa de los potentes graves que provenían del sótano.
Diego entró primero, y yo intenté moverme detrás de él como si se tratase de Kevin o de Raoul, titubeante, guardando la distancia de seguridad. Encontró las esca­leras y descendió a la carga con paso firme.
-¿Intentabais dejarme atrás, panda de fracasados? -preguntó.
-Eh, mirad, Diego está vivo -oí responder a Kevin con una patente falta de entusiasmo.
-No gracias a vosotros -dijo Diego mientras yo me colaba en el oscuro sótano.
La única luz provenía de las diversas pantallas de te­levisión, pero aun así era mucho más de lo que cual­quiera de nosotros necesitaba. Me apresuré a llegar has­ta el fondo, donde Fred disfrutaba de un sofá para él solo, y me alegré de que cuadrase conmigo el hecho de parecer inquieta ya que no había forma de disimular mi estado. Tragué mucha saliva cuando me golpeó la re­pulsión y me aovillé en mi sitio habitual, en el suelo, detrás del sofá. Una vez allí tirada pareció que la fuerza repelente de Fred se debilitaba un poco. O quizá sólo era que me estaba acostumbrando a ella.
El sótano se encontraba más que medio vacío, ya que estábamos en plena noche, y todos los chicos que había allí lucían unos ojos iguales que los míos: de color rojo brillante, recién alimentados.
-Me llevó un rato arreglar tu estúpido desastre -le dijo Diego a Kevin-. Para cuando llegué a lo que queda­ba de la casa, ya casi había amanecido. He tenido que pasar todo el día sentado en una cueva llena de agua.
-Y a mí qué. Ve a chivarte a Riley.
-Veo que la cría también ha conseguido llegar-dijo una voz nueva, y me estremecí al constatar que era la de Raoul.
Sentí un ligero alivio por que no supiese mi nombre, pero por encima de todo me horrorizó que hubiese si­quiera reparado en mí.
-Sí, me ha seguido.
No podía ver a Diego, pero estaba segura de que su expresión era de indiferencia.
-Qué día más heroico el tuyo, ¿eh? -dijo Raoul con insidia.
-No nos dan puntos extra por ser unos capullos.
Recé por que Diego no se enfrentase a Raoul. Espe­raba que Riley regresase pronto, sólo él podía refrenar a Raoul.
Pero Riley probablemente se encontrase cazando chavales barriobajeros para llevárselos a ella. O dedicán­dose a lo que fuese que hiciera cuando salía.
-Interesante pose la tuya, Diego. Crees que le caes tan bien a Riley como para que le importe si yo te mato. Creo que te equivocas. De cualquier modo, en lo que a esta noche se refiere, él ya cree que estás muerto.
Pude oír que los demás se movían. Algunos proba­blemente para respaldar a Raoul, otros sólo para quitar­se de en medio. Titubeé en mi escondite, consciente de que no iba a dejar que Diego se enfrentase a ellos solo, pero preocupada por estropear nuestra tapadera si es que se llegaba a ese punto. Tuve la esperanza de que Die­go hubiese sobrevivido tanto tiempo por poseer algún tipo de habilidad bestial en el combate. Yo no podía ofre­cerle mucho en ese aspecto. Allí había tres miembros del grupo de Raoul y algunos otros que podrían ayudar­le tan sólo para ganarse sus simpatías. ¿Regresaría Riley antes de que les diese tiempo de quemarnos?
Cuando Diego le respondió, en su voz había calma.
-¿Tanto miedo tienes de enfrentarte conmigo a so­las? Típico.
Raoul resopló.
-¿Ha funcionado eso alguna vez? Quiero decir apar­te de en las películas. ¿Por qué habría de enfrentarme contigo a solas? No me preocupa en absoluto quedar por encima de ti. Lo que quiero es acabar contigo.
Cambié de postura, y me giré para ponerme en cu­clillas, en tensión para saltar.
Raoul seguía hablando. Le gustaba mucho el soni­do de su voz.
-Aunque para ocuparnos de ti, no va a ser necesario que participemos todos. Esos dos se ocuparán de la otra prueba de tu desafortunada supervivencia, la pequeña como-se-llame.
Sentí que se me helaba el cuerpo, congelado, como una piedra. Intenté sacudirme aquella sensación para poder darlo todo en la pelea. Tampoco eso hubiera cam­biado nada.
Y entonces sentí algo más, algo totalmente inespera­do: una ola de repulsión tan inaguantable que no pude mantenerme en cuclillas, y me derrumbé al suelo bo­queando horrorizada.
No fui la única que reaccionó. Oí los gruñidos de as­co y las arcadas que provenían de las cuatro esquinas del sótano. Algunos se fueron retirando hasta el fondo de la habitación, donde pude verlos. Luchaban en tensión contra las paredes y estiraban el cuello para apartar­lo, como si pudiesen escapar de aquella horrible sensa­ción. Al menos, uno de ellos era del grupo de Raoul.
Oí el inconfundible gruñido de Raoul, y a continua­ción se desvaneció a toda prisa escaleras arriba. No fue el único que salió pitando de allí. Aproximadamente la mitad de los vampiros que había en el sótano huyeron.
Yo no tuve esa opción. Apenas era capaz de moverme, y entonces caí   en la cuenta de cuál debía de ser el motivo: hallarme tan cerca de Fred e El Freaky. El era el res­ponsable de lo que estaba pasando y, por muy mal que me sintiese, aún era capaz de percatarme de que proba­blemente me acababa de salvar la vida. ¿Por qué? La sensación de asco remitió poco a poco. En cuan­to pude, me agarré al sofá, me incorporé hasta el borde y observé con detenimiento las consecuencias. Todo el grupo de Raoul había desaparecido, pero Diego aún se­guía allí, en el extremo opuesto de la gran estancia, jun­to al televisor. Los vampiros que quedaban empezaban a relajarse, si bien todo el mundo tenía aspecto de estar aturdido. La mayoría de ellos lanzaba miradas caute­losas a Fred. Yo también le miré, desde su nuca, aun­que no pude ver nada. Aparté los ojos de él ensegui­da, ya que el hecho de mirarle reproducía en parte las náuseas.
-Haya calma.
La voz profunda provenía de Fred. Jamás le había oído hablar. Todos le miraron fijamente y de inmediato apartaron la vista por el retorno de la repulsión.
Entonces, eso era lo que Fred quería: su paz y su tranquilidad. Muy bien, qué más me daba, yo seguía vi­va gracias a eso. Con toda probabilidad, cualquier otra molestia distraería a Raoul antes del amanecer y descar­garía su ira con quien pasase por allí. Y Riley siempre regresaba al final de la noche; se enteraría entonces de que Diego había estado metido en su cueva y no al aire libre, que no había sido víctima del sol, y así Raoul no dispondría de una excusa para atacarle a él, o a mí.
Esa era la situación, como mínimo, en el mejor de
los casos. Mientras tanto, quizás a Diego y a mí se nos ocurriera algún plan para evitar a Raoul.
De nuevo tuve la fugaz sensación de que estaba pa­sando por alto una solución obvia y, antes de poder discernidla, mis pensamientos se vieron interrumpidos.
-Lo siento.
Aquel mascullar profundo, casi silencioso, sólo po­día provenir de Fred. Era como si yo fuese la única que estuviese lo bastante cerca para llegar a oírle de verdad. ¿Estaba hablando conmigo?
Le volví a mirar y no sentí nada. No podía verle la cara, aún me daba la espalda. Tenía el pelo rubio, ondu­lado y abundante. Nunca había reparado en ello, a pe­sar de la cantidad de días que había pasado escondida a su sombra. Riley hablaba en serio cuando dijo que Fred era especial; repulsivo, pero especial de veras. ¿Se había imaginado Riley que Fred fuese tan... tan poderoso? Tan­to, que había sido capaz de arrasar en un segundo una habitación llena de vampiros.
Aunque no podía ver la expresión de su rostro, me daba la sensación de que Fred aguardaba una respuesta.
-Mmm, no te disculpes. -Respiré prácticamente sin hacer ruido-. Gracias.
Fred se encogió de hombros.
Y entonces me encontré con que no pude seguir mi­rándole.
Las horas transcurrieron con mayor lentitud de lo normal mientras esperaba que Raoul volviese a apare­cer. De vez en cuando intentaba mirar de nuevo a Fred -ver algo más allá de la protección que había creado para sí-, pero siempre me veía repelida. Si lo intentaba con demasiadas ganas, me sobrevenían arcadas.
Pensar en Fred resultó ser una buena distracción para no pensar en Diego. Cuando él se hallaba en la habitación, intentaba fingir que me daba igual. No le miraba, pero me concentraba en el sonido de su respi­ración -su inconfundible ritmo- para controlarlo. Se sentó en el extremo de la habitación opuesto al mío, a escuchar sus CD en un ordenador portátil. O quizá fin­gía escuchar música, igual que yo simulaba leer los li­bros de la mochila empapada que llevaba a la espalda. Pasaba las páginas a mi ritmo habitual, pero no presta­ba atención a nada. Estaba esperando a Raoul.
Afortunadamente, Riley llegó antes.
Raoul y su co­horte se encontraban justo detrás de él, si bien no tan alborotadores y odiosos como de costumbre. Quizá Fred les hubiese enseñado a mostrar un poco de respeto.
Aunque era probable que no. Lo más factible era que Fred los hubiese cabreado. Deseaba fervientemen­te que Fred nunca bajase la guardia.
Riley se fue directo hacia Diego; yo escuché dándo­les la espalda, con los ojos clavados en mi libro. Con mi visión periférica distinguí a varios de los idiotas de Raoul deambular buscando sus videojuegos favoritos o lo que fuese que estuvieran haciendo antes de que Fred los echase de allí. Kevin era uno de ellos, pero parecía estar buscando algo más específico que un pasatiempo. Sus ojos intentaron varias veces centrarse en el lugar donde yo me encontraba, pero el aura de Fred lo mantuvo a raya. Abandonó tras unos minutos, con aspecto de estar un poco mareado.
-Me han dicho que has conseguido volver -dijo Ri­ley con una voz que sonaba a sincero agrado-. Siempre puedo contar contigo, Diego.
-Sin problema ninguno -dijo Diego en tono relaja­do-. A no ser que me quites puntos por aguantar la res­piración un día entero.
Riley se rió.
-No apures tanto la próxima vez. Hay que dar ejem­plo a los pequeños.
Diego se rió con él, sin más. Me pareció ver con el rabillo del ojo que Kevin se había relajado un poco. ¿Tan preocupado estaba por la posibilidad de que Diego le metiese en problemas? Tal vez Riley escuchase más a Die­go de lo que yo había creído ver. Me pregunté si ésa era la razón por la cual Raoul se había mosqueado antes.
¿Se trataba de algo bueno, al fin y al cabo, si es que Diego estaba tan próximo a Riley? Tal vez Riley fuera buena gente. Aquella relación no comprometía lo nues­tro, ¿no?
El tiempo no pasó más rápido en absoluto cuando salió el sol. El sótano estaba atestado y el ambiente era inestable, como todos los días. Si los vampiros pudieran quedarse roncos, Riley se habría quedado sin voz de tanto gritar. Un par de chicos perdieron algún miem­bro de forma temporal, pero no se prendió fuego a na­die. La música entabló una batalla con la banda sonora de los juegos, y yo me alegré de no sufrir dolores de ca­beza. Intenté leer mis libros, pero acabé pasando las pá­ginas de uno tras otro sin preocuparme demasiado por forzar la vista para que se centrara en las palabras. Los dejé en un extremo del sofá, en una pila ordenada para Fred. Siempre le dejaba mis libros, aunque nunca pu­diese saber si los leía. No tenía la posibilidad de mirarle con la suficiente atención para ver, con exactitud, lo que él hacía con su tiempo.
Al menos Raoul nunca miraba en mi dirección. Ni tampoco Kevin o   cualquiera de los otros. Mi escondite era tan eficaz como siempre. No podía ver si Diego esta­ba siendo lo bastante inteligente como para ignorarme; yo sí le estaba ignorando a él por completo. Nadie hu­biera podido sospechar que formábamos un equipo, excepto Fred, tal vez. ¿Se había fijado Fred cuando yo me preparaba para pelear junto a Diego? Aunque lo hu­biese hecho, el tema no me preocupaba demasiado. De haber albergado Fred alguna mala intención en parti­cular respecto a mí, me podía haber dejado morir ano­che. Habría sido sencillo.
Según el sol descendía, el bullicio iba in crescendo. Allí, bajo tierra y con todas las ventanas tapadas por si acaso, no podíamos ver como la luz se desvanecía, pero el haber pasado tantos interminables días esperando te daba una idea bastante acertada de cuándo terminaban éstos. Los chicos empezaban a inquietarse e importuna­ban a Riley preguntándole si ya podían salir.
-Kristie, tú ya saliste anoche -dijo Riley, y en su voz se podía notar como se le agotaba la paciencia-. Heather, Jim, Logan: adelante. Warren, tienes los ojos oscuros, ve con ellos. Eh, Sara, que no estoy ciego, vuelve aquí.
Los chicos que dejó en tierra se enfurruñaron en las esquinas, algunos de ellos a la espera de que Riley se marchara para poder escaparse a pesar de las normas de éste.
-Mmm, Fred, debe de ser ya tu turno -dijo Riley sin mirar en nuestra dirección.
Oí como Fred suspiraba al tiempo que se ponía en pie. Todo el mundo se iba encogiendo en actitud servil conforme Fred avanzaba hacia el centro de la sala, incluso Riley, pero al contrario que los demás, Riley esbo­zaba una leve sonrisa para sí. Le gustaba su vampiro con habilidades especiales.
Me sentí desnuda sin Fred. Ahora cualquiera se po­día fijar en mí. Me quedé absolutamente quieta, cabiz­baja, haciendo todo lo que estaba en mi mano por no atraer la atención sobre mi persona.
Por fortuna para mí, Riley tenía prisa esa noche. Apenas se detuvo a fulminar con la mirada a los que de un modo muy claro se aproximaban poco a poco a la puerta, y no digamos ya a amenazarles, mientras él mis­mo se dirigía al exterior. Normalmente nos obsequiaba con alguna variante de su habitual discurso acerca de pasar inadvertidos, pero esa noche no lo hizo. Parecía preocupado, inquieto. Me la hubiera jugado a que iba a verla a ella, y eso hacía que no me emocionase tanto la idea de reunimos con él al amanecer.
Aguardé a que Kristie y otros tres de sus compañe­ros habituales se dirigiesen al exterior, y me escabullí detrás de ellos en un intento por parecer un miembro de su séquito pero sin molestarlos. No miré a Raoul, ni a Diego. Me concentré en parecer intrascendente, que nadie reparase en mí. Una vampira cualquiera.
Una vez nos encontramos fuera de la casa, me sepa­ré inmediatamente de Kristie y me apresuré a adentrar­me en el bosque con la esperanza de que sólo Diego se molestase en seguir mi olor. A la mitad de la ascensión por la ladera de la montaña más cercana, me encaramé en las ramas más altas de un gran abeto que superaba a sus vecinos en varios metros. Me ofrecía una visión bas­tante buena de quienquiera que intentase rastrearme.
Resultó que estaba pecando de ser excesivamente cautelosa. Tal vez me había pasado todo el día siéndolo. Diego fue el único que vino a buscarme. Lo vi en la dis­tancia y desanduve mis pasos para encontrarme con él.
-Qué día más largo -dijo mientras me abrazaba-. Tu plan es duro.
Le correspondí en el abrazo y me maravillé ante lo agradable que era.
-Quizá me esté comportando como una paranoica.
-Siento lo de Raoul. Estuvo cerca.
Hice un gesto de asentimiento.
-Qué bien que Fred dé tanto asco.
-Me pregunto si Riley es consciente de la fuerza que tiene ese chico.
-Lo dudo. Nunca le había visto hacer eso antes, y he pasado mucho tiempo cerca de él.
-Bueno, eso es problema de Fred el Freaky. Nosotros ya tenemos nuestro propio secreto que contarle a Riley.
Sentí un escalofrío.
-Todavía no estoy segura de que sea una buena idea. -No lo sabremos hasta que veamos cómo reacciona Riley.
-Por lo general, no me gusta nada no conocer las cosas.
Diego entrecerró los ojos en un gesto especulativo. -¿Qué opinión tienes de ir a la aventura? -Depende.
-Vale, estaba pensando en las prioridades del club. Ya sabes, sobre lo de averiguar tanto como nos sea po­sible.
-¿Y...?
-Creo que deberíamos seguir a Riley, averiguar qué está haciendo.

Le miré fijamente.
-Pero sabrá que le hemos seguido. Percibirá nues­tros olores.
-Ya lo sé. Así es como yo lo veo: yo sigo su rastro; tú te alejas a unos cientos de metros de distancia y sigues el ruido que yo haga. Entonces Riley sólo sabrá que yo le he seguido, y le puedo contar que lo he hecho porque tengo algo importante que compartir con él. Ahí es cuando yo le descubro el gran pastel con el efecto de la bola de discoteca. Entonces veré qué dice al respecto. -Sus ojos se iban entrecerrando mientras me examina­ba-. Pero tú... por ahora no sueltes prenda, ¿vale? Yo te contaré si le ha entrado bien el tema.
-¿Y si vuelve temprano de adondequiera que se diri­ja? ¿No querías que fuese próximo al amanecer para po­der mostrarle el brillo?
-Sí... ése es un posible inconveniente, sin duda, y puede afectar al desarrollo de la conversación.
Pero creo que deberíamos arriesgarnos. Parecía como si esta noche tuviese prisa, ¿no crees? Como si necesitase toda la noche para lo que sea que esté haciendo.
-Tal vez. O quizá tuviese muchísima prisa por ir a verla a ella. Ya sabes, podríamos evitar darle ninguna sorpresa a Riley si es que ella anda cerca.
Ambos hicimos un gesto de dolor.
-Cierto. Aun así... -Arrugó la frente-. ¿No te da la impresión de que sea lo que fuere que se esté cociendo es algo inminente? Como si no contásemos con toda la eternidad para averiguarlo.
Asentí con tristeza.
-Sí, así es.
-Aprovechemos, pues, nuestras oportunidades. Riley confía en mí, y yo tengo un buen motivo para querer hablar con él.
Pensé en su estrategia. Aunque sólo le conocía de un día, en realidad, era sin embargo consciente de que aquel nivel de paranoia no resultaba típico de Diego.
-Este enrevesado plan tuyo... -dije.
-¿Qué le pasa? -me preguntó.
-Suena a una especie de plan en solitario, no tanto a la aventura de un club; al menos, en lo que a la parte peligrosa se refiere.
Su cara adoptó una expresión que me indicaba que le había pillado.
-Mi idea es ésta: es en mí en quien... -vaciló, duda­ba en encontrar la palabra exacta- confía Riley. Yo soy el único que se va a arriesgar a caer en desgracia con él si es que me equivoco.
Miedosa como era, aquello no me iba para nada.
-Los clubes no funcionan así.
Asintió con una expresión nada clara.
-Muy bien, lo pensamos durante el trayecto. -No creí que quisiera decir eso realmente-. Quédate en los árbo­les, sigue mi rastro desde arriba, ¿de acuerdo? -concluyó.
-Sí.
Se encaminó de vuelta a la cabaña a gran velocidad. Le seguí por entre las ramas, la mayoría de ellas tan jun­tas unas de otras que rara vez me fue necesario realmen­te saltar de un árbol a otro. Reduje al máximo la brus­quedad de mis movimientos con la esperanza de que las ramas, al ceder bajo mi peso, pareciesen mecidas por el viento. Era una noche de brisa, lo cual ayudaría. Hacía frío para ser verano, pero la temperatura tampoco me importaba demasiado.
Diego captó el rastro de Riley en el exterior de la casa sin mayores problemas y a continuación salió tras él en un trote rápido mientras que yo avanzaba unos cuantos metros por detrás y a unos cien metros al norte, en una zona más elevada de la pendiente. Cuando el fo­llaje era realmente espeso, frotaba de vez en cuando y de forma leve el tronco de un árbol para que yo no per­diese el rastro.
Seguimos avanzando, él corriendo y yo como la per­sonificación de una ardilla voladora, durante quince minutos aproximadamente, antes de que Diego amino­rara la marcha. Debíamos de estar acercándonos. Me desplacé a una zona más alta de las ramas, en busca de un árbol desde donde pudiera disfrutar de una buena vista. Escalé a uno que se alzaba sobre los de alrededor, y escruté la escena.
A menos de un kilómetro de distancia había un enor­me claro entre los árboles, un campo abierto que cubría una extensión de más de una hectárea. Cerca del centro del claro, más próximo a los árboles de la zona oriental, se emplazaba lo que parecía una casita de caramelo agi­gantada. En pintura brillante de color rosa, verde y blan­ca, estaba recargada hasta el punto de llegar a la ridi­culez, con unos elaborados adornos y florones en cada arista imaginable. En una situación sin tanta tensión, sin duda me hubiera reído.
No se veía a Riley por ninguna parte pero, allá aba­jo, Diego se había detenido, así que asumí que aquél era el punto final de nuestra persecución. Tal vez se tra­tase de la casa de repuesto que Riley estaba preparando para cuando la gran cabana de troncos se viniese abajo, excepto porque era más pequeña que cualquiera de las otras casas donde nos habíamos quedado, y no tenía as­pecto de contar con un sótano. Además, se encontraba mucho más lejos aún de Seattle que la última.
Diego levantó la vista hacia mí, y le hice una señal para que se me uniera. Asintió y desanduvo parte de su camino. Dio entonces un enorme salto -me pregunté si yo hubiera sido capaz de llegar tan alto aun siendo joven y fuerte como era- y se agarró a una rama a media altura del árbol más cercano. A menos que alguien hubiese estado extraordinariamente atento, nadie habría repa­rado en que Diego se desvió de su senda. Aún más: fue saltando por las copas de los árboles para asegurarse de que su rastro no conducía directamente al mío.
Cuando por fin decidió que ya era seguro unirse a mí, me tomó de la mano enseguida. En silencio, hice un gesto con la cabeza en dirección a la casa de la tarta. Él contrajo una de las comisuras de sus labios.
De forma simultánea, comenzamos a desplazarnos lentamente hacia el costado oriental de la casa, mante­niéndonos en lo alto de los árboles. Nos acercamos tan­to como nos atrevimos -dejamos algunos árboles entre la casa y nosotros a modo de cobertura- y nos queda­mos allí sentados, en silencio, escuchando.
La brisa colaboró amainando un poco, y pudimos oír algo: el extraño sonido de unos tics y unos roces. Al principio no reconocí lo que estaba oyendo, pero en­tonces Diego esbozó otra leve sonrisa, frunció los labios y me lanzó un beso silencioso.
En el caso de los vampiros, los besos no sonaban igual que los humanos. Nada de células esponjosas, blandas, repletas de líquido, que se apretujasen las unas contra las otras. Labios pétreos tan sólo, sin elasticidad.
Ya había oído antes el sonido de un beso entre vampiros -el roce de los labios de Diego sobre los míos anoche-, pero yo jamás lo habría relacionado. Era algo demasia­do lejano de lo que esperaba encontrarme allí.
Este descubrimiento le dio la vuelta a todo lo que te­nía en la cabeza. Había asumido que Riley iba a verla a ella, bien para recibir instrucciones o para llevarle nue­vos reclutas, eso no lo sabía. Pero jamás me había imagi­nado tropezarme con aquel... nidito de amor. ¿Cómo era Riley capaz de besarla, a ella? Me estremecí y miré a Diego, que también parecía ligeramente horrorizado, aunque se encogió de hombros.
Mis pensamientos regresaron a aquella última no­che de humanidad, y me convulsioné al ir recordando el ardor tan vivido. Intenté atravesar tanta falta de ni­tidez y recuperar en mi mente los momentos previos a aquello... En primer lugar, el acuciante temor que me invadió cuando Riley detuvo el coche frente a la casa os­cura; la sensación de seguridad que me había dado aquel pedazo de hamburguesa se había disuelto por comple­to. No sabía qué hacer, me apartaba poco a poco, y en­tonces me agarró del brazo con una fuerza férrea y me sacó del coche de un tirón, como si fuera un muñeco, in­grávida. El terror y la incredulidad que sentí cuando se plantó frente a la puerta en un salto de diez metros. El terror y el dolor que ya no dejaban espacio a la incredu­lidad cuando me fracturó el brazo a tirones, al hacerme atravesar la puerta para adentrarnos en la oscuridad de la casa. Y entonces aquella voz.
Pude oírla de nuevo al concentrarme en el recuer­do. Aguda y cantarína, como la de una niña pequeña, pero protestona. Una cría con una pataleta.
Recordé sus palabras:
-¿Y ésta, por qué la has traído siquiera? Es demasia­do pequeña.
Fue algo parecido a eso, pensé. Tal vez no fueran las palabras exactas, pero sí el sentido.
Estaba segura de que Riley había sonado deseoso de complacerla con su respuesta, temiendo decepcionarla.
-Pero es otro cuerpo más. Otra distracción, al menos.
Creo que entonces gimoteé, y él me sacudió de un modo doloroso, pero no me había vuelto a hablar. Co­mo si yo fuese un perro, no una persona.
-Toda esta noche ha sido un desperdicio -se había quejado la voz aniñada-. Los he matado a todos. ¡Ah!
Recordé que entonces la casa se estremeció, como si un coche hubiese chocado contra su estructura. Ahora me daba cuenta de que, probablemente, ella le había dado una patada a algo para evidenciar su frustración.
-Muy bien. Supongo que incluso una pequeña es mejor que nada, si esto es todo lo que eres capaz de ha­cer. Y ya estoy tan llena que debería poder parar.
Entonces, la fuerza de los dedos de Riley desapare­ció y me dejó a solas con la voz, en ese instante estaba demasiado aterrorizada como para emitir ningún soni­do. Me limité a cerrar los ojos, aunque ya estaba total­mente a ciegas en la oscuridad. No grité hasta que algo me cortó en el cuello, me quemó como una cuchilla ba­ñada en ácido.
Me encogí con aquel recuerdo e hice un esfuerzo para desterrar la siguiente escena de mi mente. En su lugar, intenté concentrarme en aquella breve conversa­ción. Ella no sonaba como si estuviese hablando con su amante o incluso con un amigo. Más bien como si lo estuviese haciendo con un subordinado, uno que no le cayese especialmente bien y a quien podría despedir pronto.
No obstante, el extraño sonido del besuqueo de los vampiros proseguía. Alguien dejó escapar un suspiro de satisfacción.
Miré a Diego con el ceño fruncido. Aquel intercam­bio no nos decía mucho. ¿Cuánto tiempo teníamos que quedarnos?
El continuaba con la cabeza ladeada, escuchando con atención.
Y tras unos pocos minutos más de paciencia, los soni­dos románticos, apagados, se interrumpieron de golpe.
-¿Cuántos?
La voz sonaba amortiguada por la distancia, pero aún era clara. Y reconocible. Aguda, casi un trino, como una cría consentida.
-Veintidós -respondió Riley, que sonaba orgulloso.
Diego y yo intercambiamos una mirada brusca. No­sotros éramos veintidós, en el último recuento al menos. Debían de estar hablando sobre nosotros.
-Creía que había perdido a otros dos por culpa del sol, pero uno de mis chicos mayores es... obediente -prosiguió Riley. Su voz reflejaba un tono casi afectuoso cuando habló de Diego como de uno de sus chicos-. Tie­ne un refugio subterráneo: se escondió allí con la otra más joven.
-¿Estás seguro?
Se produjo una larga pausa, sin sonidos románticos esta vez. Aun en la distancia, pensé que podía sentir cierta tensión.
-Claro. Es un buen chico, estoy seguro.
Otra pausa tensa. No entendí aquella pregunta. ¿Qué quería decir con «estás seguro»? ¿Pensaba ella que Riley se había enterado de la historia a través de un tercero en lugar de haberlo visto con sus propios ojos?
-Veintidós está bien -musitó ella, y la tensión pare­ció relajarse-. ¿Cómo está evolucionando su conducta? Algunos tienen ya casi un año. ¿Siguen aún los patrones normales?
-Sí. Todo lo que me dijiste que hiciera funciona a la perfección. No piensan, se limitan a hacer lo que siem­pre han hecho. Y los puedo distraer con la sed en cual­quier momento. Eso los mantiene bajo control.
Volví a mirar a Diego con el ceño fruncido. Riley no quería que pensáramos. ¿Por qué?
-Qué bien lo has hecho -le arrulló nuestra creado­ra, y entonces se oyó otro beso-. ¡Veintidós!
-¿Ha llegado la hora? -preguntó Riley, ansioso.
La respuesta se produjo de inmediato, como una bo­fetada.
-¡No! Aún no he decidido cuándo. -No lo entiendo.
-Ni falta que hace. Te basta con saber que nuestros enemigos poseen grandes poderes. Cualquier precau­ción es poca. -Su voz se suavizó y se tornó dulzona otra vez-. Pero bueno, tenemos a veintidós aún vivos, nada más y nada menos. Ni con lo que ellos son capaces de ha­cer... ¿De qué iba a servirles contra veintidós?
Dejó escapar el tintineo de una leve risa.
Diego y yo no habíamos dejado de mirarnos durante aquella conversación, y en sus ojos podía ver entonces que estaba pensando lo mismo que yo. Sí, nos habían creado con una finalidad, como habíamos supuesto. Teníamos un enemigo, o más bien, nuestra creadora tenía un enemigo. ¿Importaba acaso el matiz?
-Decisión, decisión -mascullaba-. Todavía no. Tal vez un grupo más, sólo para asegurarnos.
-Traer más podría provocar que nuestro número en realidad descendiese -advirtió Riley titubeante, como si fuese con cuidado para no contrariarla-. La situación siempre se vuelve inestable cuando introducimos un gru­po nuevo.
-Cierto -admitió ella, y yo me imaginé a Riley en un suspiro de alivio al ver que no se había enfadado.
Bruscamente, Diego dejó de mirarme y clavó los ojos más allá de la pradera. Yo no había oído ningún movimiento procedente de la casa, pero quizás ella hu­biese salido al exterior. Mi cabeza giraba con espasmos al tiempo que el resto de mi ser se había convertido en una estatua, y vi lo que había alertado a Diego.
Cuatro siluetas cruzaban el espacio abierto en direc­ción a la casa. Se habían adentrado en el claro desde el oeste, el punto más lejano al lugar donde nos ocultába­mos nosotros. Todos vestían unas largas capas oscuras con grandes capuchas, así que en un principio pensé que eran humanos. Gente rara, pero humanos al fin y al cabo, porque ninguno de los vampiros que yo conocía vestía ropa gótica y a juego. Y ninguno se desplazaba de un modo tan suave, controlado y... elegante. Pero en­tonces me percaté de que ninguno de los humanos que había conocido era capaz de moverse así, es más, tam­poco lo podían hacer de una forma tan silenciosa. Las oscuras túnicas se deslizaron por la hierba en un silen­cio absoluto. De manera que, o bien eran vampiros, o bien eran cualquier otra cosa sobrenatural. Fantasmas, quizá. Pero si eran vampiros, se trataba de vampiros pa­ra mí desconocidos, y eso significaba que bien podrían ser los enemigos de quien ella hablaba. De ser así, tenía­mos que salir pitando de allí a la voz de ya, porque no contábamos con otros veinte vampiros de nuestro lado en aquel preciso instante.
Estuve a punto de largarme en ese momento, pero temía demasiado atraer la atención de las siluetas enca­puchadas.
Observé por tanto como avanzaban con suavidad y reparé en otras cosas acerca de ellos: como permane­cían en una perfecta formación en rombo que no se desviaba en absoluto con independencia de los cam­bios en el terreno bajo sus pies; como el de la punta del rombo era mucho más pequeño que los demás, y su tú­nica era también más oscura. Como aparentaban no ir rastreando su recorrido, no intentaban seguir el rastro de ningún olor. Simplemente, sabían cómo llegar. Qui­zá los hubiesen invitado.
Se desplazaron directos hacia la casa y, cuando em­pezaron a subir en silencio los escalones de acceso a la puerta principal, entonces sentí que podía volver a res­pirar. Al menos, no venían a por Diego ni a por mí. Cuan­do se hallasen fuera del alcance de nuestra vista, po­dríamos desaparecer con el sonido del siguiente soplo de brisa entre los árboles, y nunca sabrían que había­mos estado allí.
Miré a Diego y moví ligeramente la cabeza en la di­rección por la que habíamos venido. El entrecerró los ojos y levantó un dedo. Ah, genial, quería quedarse. Le puse los ojos en blanco y me sorprendí de ser aún capaz de llegar al sarcasmo a pesar del miedo que tenía.
Ambos volvimos a observar la casa. Los encapucha­dos habían entrado sin hacer ruido, pero me di cuenta de que ni ella ni Riley habían hablado desde que avista­mos a los visitantes. Tenían que haber oído algo o sabi­do de algún otro modo que se hallaban en peligro.
-No os toméis la molestia -ordenó con dejadez una voz monótona y muy clara. No era tan aguda como la de nuestra creadora, pero a mis oídos seguía sonando femenina-. Creo que sabéis quiénes somos, de manera que debéis ser conscientes de que carece de todo senti­do intentar sorprendernos. U ocultaros de nosotros. O enfrentaros a nosotros. O huir.
Una risotada profunda, masculina, que no pertene­cía a Riley, resonó amenazadora por toda la casa.
-Relajaos -indicó la primera voz carente de infle­xión, la chica encapuchada. Su voz poseía el inconfun­dible timbre que me aseguraba su condición de vampi­ro, no de fantasma ni de cualquier otra pesadilla-. No hemos venido a destruiros. Aún.
Se produjo un instante de silencio y, a continuación, una serie de movimientos apenas audibles. Un cambio de posiciones.
-Si no habéis venido a matarnos, entonces... ¿a qué? -preguntó nuestra creadora, tensa y estridente.
-Deseamos conocer vuestras intenciones. Más con­cretamente, si incluyen... a cierto clan local -explicó la chica encapuchada-. Nos preguntamos si tienen algu­na relación con el caos que habéis creado aquí. Creado ilegalmente.
Diego y yo fruncimos el ceño de forma simultánea. Nada de aquello tenía sentido, pero la última parte era la más extraña. ¿Qué podría ser ilegal para los vampiros? ¿Qué policía, qué juez, qué cárcel podría tener po­der sobre nosotros?
-Sí -siseó nuestra creadora-. Mis planes consisten en ellos, pero aún no podemos movernos, es complicado.
Un deje petulante se apoderó de su voz al final.
-Créeme, conocemos las dificultades mejor que tú. Resulta notable que hayáis conseguido manteneros tan­to tiempo fuera del alcance del radar, por así decirlo. Y dime -una brizna de interés tiñó su monotonía-, ¿có­mo lo estáis logrando?
Nuestra creadora titubeó y arrancó a hablar de for­ma apresurada. Casi como si se hubiese producido algu­na clase de intimidación silenciosa.
-No he tomado la decisión -soltó ella. Luego añadió con más lentitud, de un modo involuntario-: De atacar. No he decidido hacer nada con ellos.
-Burdo, pero efectivo -dijo la chica encapuchada-. Desafortunadamente, vuestro período de reflexión ha llegado a su fin. Debes decidir, ahora, qué vas a hacer con tu pequeño ejército. -Los ojos de Diego y los míos se abrieron de par en par ante aquel término-. De otro modo, será nuestra obligación castigaros como exige la ley. Este aplazamiento, si bien breve, me atribula. No es nuestra costumbre. Te sugiero que nos ofrezcáis cuanta tranquilidad esté en vuestras manos... pronto.
-¡Iremos ahora mismo! -se ofreció Riley ansioso, y se produjo un nítido siseo.
-Iremos lo antes posible -corrigió furiosa nuestra creadora-. Hay mucho que hacer. Entiendo que deseáis nuestro éxito, ¿no? Necesitaré entonces algo de tiempo para entrenarlos, instruirlos, ¡nutrirlos!
Hubo una breve pausa.
-Cinco días. A continuación vendremos a por voso­tros, y no hay piedra bajo la cual podáis ocultaros ni ve­locidad a la que seáis capaces de volar que os salve. Si para el momento en que vengamos no habéis lanzado vuestro ataque, arderéis -dijo esto sin más amenaza que la absoluta certeza.
-¿Y si ya hubiera lanzado mi ataque? -quiso saber nuestra creadora, impresionada.
-Ya veremos -respondió la chica encapuchada en un tono de voz más animado que hasta entonces-. Su­pongo que todo depende del éxito que obtengáis. Esfuérzate en complacernos.
Dio aquella última orden en un tono plano, duro, que me produjo un extraño escalofrío en lo más hondo de mi cuerpo.
-Sí -gruñó nuestra creadora.
-Sí -repitió Púley en un susurro.
Un segundo más tarde, los vampiros de las túnicas salían sin ruido alguno de la casa. Ni Diego ni yo respi­ramos siquiera hasta pasados cinco minutos de su de­saparición. En el interior de la casa, nuestra creadora y Riley estaban igual de silenciosos. Transcurrieron otros diez minutos en una quietud absoluta.
Toqué el brazo de Diego. Aquélla era nuestra opor­tunidad de salir de allí. Había dejado de tener miedo de Riley. Quería alejarme tanto como pudiese de aquellas túnicas oscuras. Deseaba la seguridad de la multitud que me aguardaba allá en la cabana de madera, y supuse que así era exactamente como nuestra creadora se sentía también. El motivo por el cual había creado a tantos de nosotros en primera instancia. Ahí fuera había algunas cosas más aterradoras de lo que yo había imaginado. Diego vaciló, aún a la escucha, y un segundo más tarde su paciencia se vio recompensada.
-Bueno -susurró ella dentro de la casa-. Ahora ya lo saben.
¿Se refería a los encapuchados o al misterioso clan? ¿Cuál de ellos era el enemigo que había mencionado antes de la escena de terror?
-Eso no importa. Somos más que...
-¡Toda advertencia importa! -gruñó, cortándole en seco-. Hay mucho por hacer. ¡Sólo cinco días! -se que­jó-. No le demos más vueltas. Empiezas esta noche.
-No te fallaré -prometió Riley.
Mierda. Diego y yo nos movimos al tiempo, saltamos de nuestro escondite en lo alto al árbol siguiente, de re­greso por donde habíamos venido. Ahora Riley tenía prisa, y si captaba el rastro de Diego después de todo lo que había pasado con los encapuchados y no había nin­gún Diego al final del mismo...
-Tengo que volver y estar allí esperando -me susu­rró Diego mientras corríamos-. Por suerte, no se ve des­de la casa. No quiero que sepa que lo he oído.
-Deberíamos ir juntos a hablar con él.
-Demasiado tarde para eso. Se habrá dado cuenta de que tu olor no estaba en el rastro. Parece sospechoso.
-Diego...
Me la había jugado para apartarme de aquello.
Regresamos al punto donde nos habíamos unido. Habló en un susurro precipitado.
-Cíñete al plan, Bree. Le contaré lo que había pla­neado contarle. Aún falta para que amanezca, pero es así como ha de ser. Si no me cree... -Diego se encogió de hombros-. Tiene preocupaciones mucho más serias que mi febril imaginación. Tal vez haya más posibilida­des de que me escuche ahora: al parecer necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir, y tener la posibi­lidad de salir durante el día no puede ser malo.
-Diego... -repetí, sin saber qué más decir.
Me miró a los ojos, y esperé a que sus labios adopta­sen aquella sonrisa relajada, a que hiciese alguna bro­ma sobre ninjas o IA Es.
Pero lo hizo. En cambio, se inclinó hacia mí lenta­mente, sin apartar sus ojos de los míos en ningún momen­to, y me besó. Sus labios suaves presionaron los míos durante un segundo eterno, mientras nos mirábamos fijamente el uno al otro.
Entonces se separó de mí y suspiró.
-Vuelve a casa, escóndete detrás de Fred y actúa co­mo si no supieras nada. Yo estaré ahí mismo, detrás de ti.
-Ten cuidado.
Tomé su mano, la apreté con fuerza y la solté. Riley había hablado de Diego con afecto. Ahora tendría que mantener la esperanza de que tal afecto fuese real. No me quedaba otra opción.
Diego desapareció entre los árboles, silencioso como el roce de la brisa. No perdí un instante en seguirle con la mirada y me desplacé por las ramas en un sprint en línea recta, camino de regreso a la casa. Esperaba con­servar aún en los ojos el suficiente brillo de la noche anterior para poder explicar mi ausencia. Una caza rá­pida. Tuve suerte y me topé con un excursionista solita­rio. Nada fuera de lo normal.
El seco sonido del golpeo de la música que me reci­bió al aproximarme iba acompañado del inconfundible aroma dulce, ahumado, de un vampiro que ardía. Mi nivel de pánico se disparó por las nubes. En el interior de la casa podía morir con la misma facilidad que en el exterior, pero no tenía otra salida. No aminoré la mar­cha, sino que bajé a toda prisa las escaleras y me fui di­recta a la esquina desde la cual apenas era capaz de dis­tinguir a Fred el Freaky de pie. ¿Buscaba algo que hacer? ¿Cansado de estar sentado? No tenía ni idea de lo que pretendía, ni me importaba. Iba a pegarme bien a él has­ta que Riley y Diego regresaran.
En medio del suelo había una pila humeante, dema­siado grande para tratarse de tan sólo una pierna o un brazo. Al garete los veintidós de Riley.
Nadie parecía terriblemente preocupado por los res­tos humeantes. El escenario era demasiado habitual.
Al acercarme veloz a Fred, por una vez la sensación de asco no se hizo más intensa, sino que se desvaneció. No tenía aspecto de haber reparado en mí siquiera, si­guió leyendo el libro que sostenía, uno de esos que le había dejado días atrás. No me costó ver lo que hacía ahora que me hallaba tan próxima al lugar donde él se encontraba apoyado contra el respaldo del sofá. Vacilé y me pregunté el porqué de todo aquello. ¿Acaso era capaz de sofocar a voluntad aquella cosa nauseabun­da que él hacía? ¿Significaba eso que ambos nos encon­trábamos desprotegidos en aquel momento? Al menos, Raoul todavía no había regresado a casa, gracias a Dios, aunque sí estaba Kevin.
Por vez primera vi el verdadero aspecto de Fred. Era alto, tal vez un metro noventa, y el pelo rubio, ondula­do y denso en el que ya me había fijado antes. Era an­cho de hombros y musculoso. Parecía mayor que casi todos los demás, como un estudiante universitario y no     del instituto. Y-ésta fue la parte que, por algún motivo, más me sorprendió- era guapo. Tanto como cualquier otro, más guapo, quizá, que la mayoría. No sabía por qué aquello me resultaba tan alucinante, e imaginé que sólo era porque yo siempre había asociado a Fred con la repulsión.
Me sentí muy rara por quedarme mirando. Di un vistazo alrededor de la sala por si alguien se había dado cuenta de que Fred estaba normal -y atractivo- por el momento. Nadie nos miraba, y yo le eché una mirada furtiva a Kevin, lista para apartar los ojos de golpe si se daba cuenta, pero los suyos se encontraban fijos en al­gún punto a la izquierda de donde nosotros nos encon­trábamos. Tenía el ceño ligeramente fruncido. Antes de que tuviese tiempo de apartar la mirada, sus ojos me pa­saron por alto y se posaron a mi derecha. Las arrugas de su frente se hicieron más pronunciadas. Como si... estu­viese intentando verme y no pudiese.
Sentí que las comisuras de los labios se me arquea­ban pero sin llegar a sonreír. Había mucho por lo que preocuparse como para disfrutar de verdad con la ce­guera de Kevin. Volví a mirar a Fred al tiempo que me preguntaba si regresaría el punto de asco, sólo para ver que también estaba sonriendo conmigo. Con una son­risa, estaba de veras espectacular.
El momento pasó, y Fred regresó a su libro. Yo estu­ve un rato sin moverme, a la espera de que sucediese algo. Que Diego entrase por la puerta. O bien Riley con Diego. O bien Raoul. O que la náusea atacase de nuevo, o que Kevin me fulminase con la mirada. O que se liase la siguiente bronca. Cualquier cosa.
Pero nada sucedió, así que acabé por recobrar la compostura e hice lo que debería haber hecho hace ra­to: fingir que no pasaba nada fuera de lo normal. Cogí un libro del montón cerca de los pies de Fred, me senté allí mismo e hice como si estuviese leyendo. Probable­mente se trataba de uno de los mismos libros que ya ha­bía fingido leer ayer, pero no me sonaba. Fui pasando las páginas, de nuevo sin quedarme con nada.
Mis pensamientos volaban en círculos pequeños y apretados. ¿Dónde estaba Diego? ¿Cómo había reaccio­nado Riley ante su historia? ¿Qué significaba todo aque­llo, la charla previa a los encapuchados, la charla poste­rior a los encapuchados?
Lo fui desmenuzando en sentido cronológico in­verso, en un intento por hacer que las piezas encajasen formando una imagen reconocible. El mundo de los vampiros contaba con una especie de policía, y daban verdadero pavor. Este grupo de vampiros desquiciados con meses de vida era, al parecer, un ejército, y ese ejér­cito era de algún modo ilegal. Nuestra creadora tenía un enemigo. Borra eso, dos enemigos. Nos disponía­mos a atacar a uno de ellos en un plazo de cinco días o, de no ser así, los otros enemigos, los temibles encapu­chados, la atacarían a ella, o a nosotros, o a todos. Iban a entrenarnos para el ataque... tan pronto como Riley regresase. Lancé una mirada furtiva a la puerta y ense­guida me obligué a plantar los ojos en el libro que tenía delante. Pero entonces le tocaba el turno al tema previo a los visitantes. La mujer estaba preocupada por alguna decisión. Le agradaba disponer de tantos vampiros, tan­tos soldados. Riley se había alegrado de que Diego y yo hubiéramos sobrevivido... Confesó haber pensado que había perdido a dos más por culpa del sol, así que eso debía significar que no conocía la verdadera reacción que el sol producía en los vampiros. Lo que ella le había dicho a continuación sí que sonó raro. Le había pre­guntado si estaba seguro. ¿Seguro de que Diego hubie­se sobrevivido? ¿O... seguro de que la historia de Diego fuese cierta?
El último pensamiento me aterrorizó. ¿Sabía ya ella que el sol no nos hacía daño? Si lo sabía, ¿por qué había mentido a Riley y, a través de él, también a nosotros?
¿Por qué querría tenernos a oscuras, literalmente? ¿Tan importante era para ella que no supiéramos nada? ¿Lo bastante importante como para que Diego se viese metido en un lío? Sin ayuda de nadie me estaba dejan­do arrastrar a un estado de pánico, helada de miedo. Si aún pudiese sudar, en ese momento lo estaría haciendo a chorro. Tuve que centrarme para pasar la página, pa­ra mantener la vista baja.
¿Vivía Riley engañado, o estaba también en el ajo? Cuando dijo que creía haber perdido a dos más por cul­pa del sol, ¿se refería al sol de forma literal... o se refería a la mentira del sol?
Si se trataba de la segunda opción, entonces saber la verdad era sinónimo de estar perdido. El pánico se adueñó de mis pensamientos.
Intenté ser racional y encontrarle un sentido a todo aquello. Resultaba más difícil sin Diego. Tener alguien con quien hablar, con quien relacionarme, aguzaba mi capacidad de concentración. Sin eso, el temor acecha­ba mis pensamientos, que se retorcían con la sempiter­na sed. La tentación de la sangre se encontraba siempre a flor de piel. Aún ahora, bastante bien alimentada, po­día sentir el ardor y la necesidad.       
«Piensa en ella, piensa en Riley», me dije. Tenía que ser capaz de entender por qué mentiría -si es que men­tían-, y así tener la posibilidad de descubrir qué signifi­caría para ellos que Diego supiera su secreto.
Si no nos hubiesen mentido, si nos hubieran conta­do a todos que el día era tan seguro como lo era la no­che, ¿en qué medida habría cambiado eso las cosas? Me imaginé cómo sería si no tuviésemos que estar todo el día confinados en un sótano aislado de la luz, si los vein­tiuno que éramos -quizá menos ahora, en función de cómo lo estuvieran llevando los miembros que forma­ban las partidas de caza- fuésemos libres para hacer lo que nos viniese en gana cuando nos diese la gana.
Querríamos cazar, eso por descontado.
Sin la obligación de regresar, si no tuviéramos que escondernos... bueno, muchos no pasaríamos por aquí muy a menudo. Resultaría difícil estar pendiente de vol­ver mientras la sed nos dominase. Pero ¡qué profundo nos había grabado Riley en la frente la amenaza de las llamas, de revivir aquel espantoso dolor por el que to­dos pasamos una vez! Esa era la razón de que nos pudié­semos contener: el instinto de conservación, el único ins­tinto más fuerte que la sed.
De modo que aquella amenaza nos mantuvo juntos. Había otros escondites, como la cueva de Diego, pero ¿quién más pensaba en ese tipo de cosas? Ya teníamos un lugar adonde ir, una base, así que era allí adonde íba­mos. La lucidez no era el fuerte de los vampiros. O, al menos, no el de los vampiros jóvenes. Riley era lúcido. Diego era más lúcido que yo. Aquellos vampiros de las túnicas exhibían un control aterrador. Me estremecí. De manera que la rutina no nos dominaría para siempre. ¿Qué harían cuando fuéramos más mayores, más lúcidos? Me di cuenta de que nadie allí era más mayor que Riley. Todos éramos nuevos. Ella necesitaba ahora a unos cuantos de nosotros para su enemigo misterioso, pero ¿qué pasaría después?
Tenía la fuerte sensación de no desear quedarme por allí para cuando esa parte llegara, y de pronto reparé en algo increíblemente obvio. Se trataba de la solución que me había estado rondando la cabeza con anterioridad, cuando seguía el rastro de la manada de vampiros hasta aquí, con Diego.
No tenía que quedarme para esa parte. No tenía por qué quedarme ni una sola noche más.
Había vuelto a convertirme en una estatua mientras pensaba en aquella idea tan maravillosa.
Si Diego y yo no hubiéramos sabido hacia dónde era más probable que el grupo se dirigiese, ¿habríamos da­do con ellos alguna vez? Supongo que no, y eso que se trataba de un grupo grande que dejaba un rastro am­plio. ¿Y si fuera sólo un vampiro, uno que hubiese podi­do llegar de un salto a la costa, tal vez a un árbol, sin de­jar un rastro al borde del agua...? Tan sólo uno, o quizá dos vampiros capaces de nadar mar adentro tan lejos como quisieran... Que pudiesen regresar a tierra firme en cualquier sitio... Canadá, California, Chile, China...
Nunca se podría encontrar a esos dos vampiros. Se habrían esfumado. Desaparecidos como en una nube de humo.
¡No teníamos que haber vuelto la otra noche! ¡No deberíamos haberlo hecho! ¿Por qué no había pensado en ello entonces?
Aunque... ¿habría estado de acuerdo Diego? De repente no me sentía tan segura de mí misma. ¿Era Diego más leal a Riley después de todo? ¿Habría creído que tenía la responsabilidad de permanecer a su lado? El conoció a Riley mucho antes; a mí, en realidad, sólo me conocía de un día. ¿Se encontraba más unido a Ri­ley que a mí?
Consideré aquello con el ceño fruncido.
Bueno, lo descubriría en cuanto dispusiésemos de un minuto a solas. Y puede que entonces, si nuestro club secreto significaba algo de verdad, careciera de im­portancia lo que nuestra creadora hubiese planeado para nosotros. Podríamos desaparecer, y Riley tendría que apañárselas con diecinueve vampiros, o hacer otros nuevos rápidamente. De cualquier forma, eso no era problema nuestro.
No podía esperar para contarle a Diego mi plan. Mi estómago me decía que él sentiría lo mismo. Con un poco de suerte.
De repente, me pregunté si no sería precisamente aquello lo que en realidad les había sucedido a Shelly y a Steve, y también a los otros chicos que habían desapa­recido. Sabía que no se habían quemado al sol. ¿Afirma­ría Riley haber visto las cenizas como una forma más de mantenernos a los demás atemorizados y dependientes de él? ¿De lograr que siguiésemos regresando a casa, a él, cada amanecer? Tal vez Shelly y Steve se hubieran largado por su cuenta. Se acabó Raoul. Nada de ejér­citos ni de enemigos que amenazasen su futuro inme­diato.
Quizá fuera eso lo que quería decir Riley con «per­didos por culpa del sol». Fugitivos. En cuyo caso, estaría contento de que Diego no se hubiese ido, ¿no? 
¡Ojalá Diego y yo nos hubiéramos largado! Podría­mos ser libres, como Shelly y Steve. Sin reglas, sin temor al amanecer.
De nuevo me imaginé a nuestra horda, al completo, con rienda suelta y sin toque de queda. Nos veía a Die­go y a mí moviéndonos por las sombras como ninjas. Pero también podía ver a Raoul, Kevin y los demás como unos monstruos-bola de discoteca cegadores en medio de una calle céntrica y repleta de gente; el montón de cadáveres, los gritos, el zumbido de los helicópteros, los pobres e impotentes policías con sus tristes balas inca­paces siquiera de hacernos un rasguño, las cámaras y lo rápido que cundiría el pánico cuando las imágenes die­ran la vuelta al mundo.
Los vampiros no serían un secreto por mucho tiem­po. Ni siquiera Raoul podría matar a la gente tan rápi­do como para evitar que se difundiera la historia.
En aquello había una secuencia lógica, e hice un es­fuerzo por captarla antes de volver a distraerme.
Primero: los humanos no sabían de la existencia de los vampiros. Segundo: Riley nos invitaba a pasar de­sapercibidos, a no atraer la atención de los humanos y no abrirles así los ojos. Tercero: Diego y yo habíamos con­cluido que todos los vampiros debían de estar siguien­do dicha pauta o, de lo contrario, el mundo sabría de nosotros. Cuarto: tenía que haber una razón para que lo hiciesen, y su motivación no eran las pistolitas de ju­guete de los policías humanos. Sí, la razón debía de ser bien importante para conseguir que todos los vampiros pasen el día entero ocultos en sótanos cerrados. Era tal vez razón suficiente para que Riley y nuestra creadora nos mintiesen y nos aterrorizasen con el sol abrasador.
Quizá fuese eso precisamente lo que Riley le explicase a Diego y, dado que era tan importante y él tan responsa­ble, Diego prometería guardar el secreto y a ambos les bastase con eso. Seguro que sí. Pero ¿y si lo que en rea­lidad les había pasado a Shelley y a Steve fue que habían descubierto lo del brillo en la piel y no habían huido? ¿Y si hubiesen ido a contárselo a Riley?
Y, mierda, se esfumó el siguiente paso en mi recorri­do lógico. Se desvaneció la secuencia y de nuevo co­mencé a sentir pánico por Diego.
Mientras mi estado de nervios iba en aumento, me di cuenta de que había estado dándole vueltas a la cabe­za durante un buen rato. Presentía que se acercaba el amanecer. Apenas faltaba una hora. ¿Dónde estaba Die­go entonces? ¿Y Riley?
Justo cuando lo pensaba, la puerta se abrió y Raoul bajó a saltos las escaleras, entre risas, con sus colegas. Me acurruqué y me recosté más cerca de Fred. Raoul no se fijó en nosotros. Miró al vampiro carbonizado en el centro de la habitación, y su risa se intensificó. El rojo de sus ojos era brillante.
Las noches en que iba de caza, Raoul nunca volvía al refugio antes de que fuese obligatorio. Seguía alimen­tándose mientras pudiese, así que el amanecer tenía que estar más próximo todavía de lo que yo había imagi­nado.
Seguramente, Riley le habría pedido a Diego que demostrase lo que decía. Esa era la única explicación: esperaban a que amaneciese. Sólo que... eso habría sig­nificado que Riley no sabía la verdad, que nuestra crea­dora le estaba mintiendo a él también. ¿O no? Mis pen­samientos volvieron a embrollarse.
Kristie apareció minutos más tarde con tres de su grupo y reaccionó con indiferencia ante el montón de cenizas. Hice un rápido conteo visual según se apresu­raban a atravesar la puerta otros dos cazadores. Veinte vampiros. Todo el mundo había regresado excepto Die­go y Riley. El sol saldría en cualquier momento.
La puerta en lo alto de las escaleras del sótano cru­jió al abrirse. Me puse en pie de un brinco.
Entró Riley. Cerró la puerta a su espalda. Bajó las es­caleras.
Detrás no venía nadie.
Antes de ser capaz siquiera de procesar aquello, Ri­ley soltó un aullido animal de ira. No apartaba la vista de los restos carbonizados en el suelo; los ojos se le sa­lían de las órbitas, llenos de furia. Todo el mundo per­maneció en silencio, inmóvil. Todos habíamos visto a Riley perder la paciencia, pero esto era distinto.
Riley dio media vuelta y recorrió con los dedos un altavoz que sonaba con estridencia. Lo arrancó de la pa­red y lo lanzó contra el lado opuesto de la estancia. Jen y Kristie se apartaron de su trayectoria justo cuando fue a estallar contra la pared en medio de una nube de pol­vo de pladur. Riley destrozó el equipo de sonido con un pie, y cesó el sordo golpeo de los graves. A continuación dio un salto hasta donde se encontraba Raoul, y lo aga­rró por la garganta.
-¡Ni siquiera estaba aquí! -gritaba Raoul con aire asustado-. No había visto eso antes.
Riley soltó un alarido espantoso y lanzó a Raoul como antes había tirado el altavoz. Jen y Kristie volvie­ron a apartarse de un salto, y el cuerpo de Raoul atrave­só la pared dejando un enorme agujero.
Púley asió a Kevin por el hombro y, con un crujido familiar, le arrancó la mano derecha. Kevin gritó de do­lor y se retorció en un intento por zafarse de él. Riley le propinó una patada en el costado. Otro chillido discor­dante, y Riley se había quedado con el resto del brazo de Kevin. Partió la extremidad por la mitad, a la altu­ra del codo, y tiró los fragmentos con fuerza a la angus­tiada cara de Kevin: bum, bum, bum, como un martillo contra una piedra.
-Pero ¿qué pasa con vosotros? -nos gritó Riley-. ¿Por qué sois tan estúpidos? -Estiró el brazo para en­ganchar al chico rubio que hacía de Spiderman, pero el chaval se alejó de un brinco que le hizo caer demasiado cerca de Fred, y volvió hacia Riley a trompicones, bo­queando-. ¿Alguno de vosotros tiene cerebro?
Riley golpeó a un chico llamado Dean contra el home cinemay lo hizo añicos; agarró entonces a otra chi­ca -Sara- y le arrancó la oreja izquierda y un mechón de pelo de la cabeza. Ella chilló de angustia.
De forma repentina, se hizo patente que Riley esta­ba haciendo algo muy peligroso. Eramos muchos allí dentro. Raoul ya se había incorporado y se encontraba flanqueado por Kristie y por Jen -que solían ser sus ene­migas- a la defensiva. Algunos otros habían formado grupos por toda la habitación.
No podría asegurar si Riley fue consciente de la amenaza o si su despotrique finalizó de manera natural, pero respiró profundamente. Le tiró a Sara su oreja y el pelo. Ella se apartó de él y se puso a lamer el borde arrancado de su apéndice para cubrirlo de ponzoña y así poder recolocárselo. Para el pelo no había remedio, de manera que Sara iba a quedarse con una calva.
-¡Escuchadme! -dijo Riley, en un tono tranquilo pe­ro feroz-. ¡Todas nuestras vidas dependen de que escu­chéis lo que os digo ahora y penséis todos nosotros va­mos a morir. ¡Todos y cada uno de nosotros: vosotros y yo también, si no sois capaces de comportaros como si tuvierais cerebro durante apenas unos pocos días!
Aquello no se parecía en nada a sus habituales con­ferencias y peticiones de control. Sin lugar a dudas, ha­bía conseguido captar la atención de todos.
-Ya va siendo hora de que crezcáis y de que os hagáis cargo de vuestras propias responsabilidades. ¿Es que pensáis que vivir así es gratis. ¿Que toda la sangre de Seattle no tiene un precio?
Los pequeños grupos de vampiros ya no parecían una amenaza. Todo el mundo tenía los ojos muy abier­tos, y algunos intercambiaban miradas de desconcierto. Con el rabillo del ojo vi que la cabeza de Fred se volvía hacia mí, pero no le devolví la mirada. Mi atención se centraba en dos cosas: Riley, por si reanudaba su ata­que, y la puerta. Una puerta que permanecía cerrada.
-¿Me estáis escuchando ahora? ¿Me escucháis de ver­dad? -Riley hizo una pausa, mas nadie asintió. La sala respiraba quietud-. Permitidme explicaros la precarie­dad de la situación en la que todos nos encontramos. Lo reduciré a lo básico para los más lentos. Raoul, Kris-tie, venid aquí.
Se aproximó a los líderes de los dos grupos más grandes, aliados contra él en aquel breve instante. Nin­guno de ellos se le acercó. Se prepararon; Kristie ense­ñó los dientes.
Me imaginé que Riley amainaría, que se disculparía. Que los aplacaría y entonces los convencería para que hicieran lo que él quisiese. Pero este Riley era distinto.
-Muy bien -les dijo con brusquedad-. Si queremos sobrevivir, vamos a necesitar líderes y, al parecer, ningu­no de vosotros dos está a la altura de la tarea. Creía que teníais aptitudes, pero me equivoqué. Kevin, Jen, unios a mí como cabecillas de este equipo.
Kevin levantó la vista sorprendido. Acababa de ter­minar de rearmarse el brazo y, aunque su expresión era de cautela, resultaba innegable que se sentía también halagado. Se puso lentamente en pie. Jen miró a Kristie como si esperase su permiso. Raoul rechinó los dientes.
La puerta en lo alto de las escaleras no se abría.
-¿Tampoco sois capaces? -preguntó Riley irritado.
Kevin dio un paso hacia Riley, pero Raoul se lanzó contra él atravesando la enorme estancia en un par de saltos a ras de suelo. Empujó a Kevin contra la pared sin mediar palabra y se situó a la derecha de Riley, quien se permitió una ligera sonrisa.
La manipulación, lejos de ser sutil, fue efectiva.
-¿Kristie o Jen, quién nos guiará? -preguntó Riley con un cierto deje de diversión en la voz.
Jen seguía a la espera de una señal de Kristie que le indicase qué debía hacer. Kristie fulminó ajen con la mirada por un instante, se apartó el pelo rubio rojizo de la cara con un gesto y se apresuró a ocupar el otro flan­co de Riley.
-Esa decisión ha llevado demasiado tiempo -dijo Riley muy serio-. Y el tiempo es un lujo del que no dis­ponemos. Vamos a dejar de andarnos con tonterías. Bastante os he dejado que hagáis lo que os dé la gana, pero eso se acaba esta noche.
Su mirada recorrió la habitación en busca de los ojos de todos y cada uno de nosotros, para asegurarse de que estábamos escuchando. Cuando me llegó el tur­no, le mantuve la mirada durante un solo segundo y se me fueron los ojos hacia la puerta. Corregí al instante, pero su mirada había proseguido el mismo camino. Me pregunté si se habría percatado de mi desliz. ¿O tal vez ni siquiera me había visto aquí, junto a Fred?
-Tenemos un enemigo -anunció Riley.
Hizo una breve pausa para que aquel mensaje cala­se. Podía notar que la idea resultaba impactante para unos cuantos de los vampiros que había en aquel sóta­no. El enemigo era Raoul o, si estabas con Raoul, Kristie. El enemigo estaba allí dentro porque el mundo se reducía a lo que allí había. La idea de que en el exterior hubiese otras fuerzas lo bastante poderosas para afectadnos era nueva para la mayoría. Ayer también habría sido nueva para mí.
-Algunos de vosotros habréis sido lo bastante listos como para caer en la cuenta de que, si nosotros existi­mos, también existen otros vampiros. Vampiros de ma­yor edad, mayor inteligencia... y mayor talento. ¡Otros vampiros que quieren nuestra sangre!
Raoul bufó un siseo, y varios de sus acólitos le imita­ron en señal de apoyo.
-Eso es -dijo Riley, que parecía resuelto a azuzar­los-. Seattle fue una vez suyo, pero se trasladaron hace mucho tiempo. Ahora tienen noticia de nosotros y sien­ten celos de la sangre fácil que antes tenían aquí. Saben que ahora nos pertenece a nosotros, aunque la quieren recuperar. Y van a venir a por lo que desean. Uno por uno, ¡nos darán caza a todos! ¡Nosotros arderemos mien­tras ellos se dan un festín!
   -Eso nunca -rugió Kristie.
Algunos de los suyos y otros del grupo de Raoul ru­gieron con ella.
-No tenemos muchas oportunidades -nos dijo Riley-. Si esperamos a que aparezcan por aquí, la ventaja será suya. Al fin y al cabo, éste es su territorio. No quie­ren encontrarse con nosotros en un ataque frontal por­que los superamos en número y somos más fuertes que ellos. Quieren cazarnos por separado, aprovecharse de nuestra mayor debilidad. ¿Hay alguien aquí lo bastante listo como para saber cuál es?
Señaló las cenizas a sus pies -ahora desparramadas por la alfombra e irreconocibles como los restos de un vampiro- y esperó.
Nadie movió un dedo.
Riley emitió un sonido de asco.
-¡Unión! -gritó-. ¡Carecemos de ella! ¿Qué tipo de amenaza podemos suponer cuando no dejamos de ma­tarnos los unos a los otros? -Dio un puntapié al polvo de ceniza y levantó una pequeña nube oscura-. ¿Os los podéis imaginar riéndose de nosotros? Piensan que arre­batarnos la ciudad les resultará sencillo, ¡que nuestra estupidez nos hace débiles! Que les entregaremos nues­tra sangre en bandeja, sin más.
La mitad de los vampiros soltó gruñidos de protesta.
-¿Seréis capaces de trabajar juntos, o vamos a morir todos?
-Podemos con ellos, jefe -gruñó Raoul.
Riley le miró con cara de pocos amigos.
-¡No, si no eres capaz de controlarte! No, si no eres capaz de cooperar con todos y cada uno de los presen­tes en esta sala. Aquel a quien elimines -el dedo de su pie volvía a juguetear con las cenizas- podría ser quien te hubiese mantenido con vida. Cada uno de tu aquela­rre al que matas es como un regalo que les haces a nues­tros enemigos. « ¡Venid!», les estás diciendo, « ¡acabad con nosotros!»
Kristie y Raoul intercambiaron una mirada como si se estuviesen viendo por primera vez. Otros hicieron lo mismo. La palabra aquelarre no era desconocida, pero ninguno de nosotros la había aplicado antes a nuestro grupo. Eramos un aquelarre.
-Os hablaré de nuestros enemigos -dijo Riley, y to­das las miradas se clavaron en su rostro—. Es un aquela­rre mucho más antiguo que nosotros. Llevan cientos de años por aquí y algún motivo habrá para que hayan so­brevivido tanto tiempo. Son astutos y hábiles, y vienen confiados a recuperar Seattle, ¡porque les han dicho que los únicos con quienes tendrán que luchar para lo­grarlo son una banda de críos desorganizados que va a hacer la mitad del trabajo por ellos!
Más rugidos, aunque algunos mostraban menos ira que cautela. Unos pocos de los vampiros más tranqui­los, esos a los que Riley llamaría «mansos», parecían in­quietos.
Riley también lo percibió.
-Así es como ellos nos ven, pero eso es porque no pueden vernos juntos. Juntos podemos aplastarlos. Si nos pudieran ver a todos, codo con codo, luchando jun­tos, estarían aterrorizados. Y así es como nos van a ver. Porque no vamos a estar esperando a que aparezcan por aquí y empiecen a eliminarnos de uno en uno. Den­tro de cuatro días, les tenderemos una emboscada.
¿Cuatro días? Me había imaginado que nuestra creadora no desearía apurar tanto la fecha tope. Volví a mi­rar la puerta cerrada. ¿Dónde estaba Diego?
Otros reaccionaron con sorpresa ante el plazo de tiempo, algunos con temor.
-Es lo último que se esperan -nos tranquilizó Riley-: Todos nosotros, juntos, aguardándolos. Y he deja­do lo mejor para el final. Sólo son siete.
Se produjo un instante de silencio incrédulo. En­tonces Raoul dijo:
-¿Qué?
Kristie miraba fijamente a Riley con la misma expre­sión de incredulidad, y escuché como el sonido apaga­do de los susurros recorría la estancia.
-¿Siete?
-¿Es una broma?
-Eh -dijo Riley con brusquedad-. No os estaba to­mando el pelo cuando he dicho que este aquelarre es peligroso. Son astutos y... taimados. Solapados. Noso­tros contaremos con la fuerza, ellos con el engaño. Si les seguimos el juego, nos derrotarán, pero si lo lleva­mos a nuestro terreno...
Riley no finalizó la frase, se limitó a sonreír.
-Vayamos ahora -propuso Raoul.
-Borrémoslos rápidamente del mapa -gruñó Kevin entusiasmado.
-Echa el freno, imbécil. Lanzarnos a ciegas no va a ayudar a vencernos -le reprendió Riley.
-Cuéntanos todo lo que debamos saber sobre ellos -le pidió Kristie al tiempo que dirigía una mirada de su­perioridad a Raoul.
Riley vaciló, como si estuviese decidiendo cómo de­cirnos algo.
-Muy bien. ¿Por dónde empiezo? Imagino que lo pri­mero que debéis saber es... que no sabéis aún todo lo que hay que saber sobre los vampiros. No quería abru­maros al principio. -Hizo otra pausa mientras todos pa­recían confusos-. Ya tenéis una ligera experiencia con lo que llamamos «talento». Tenemos a Fred.
Todos se volvieron hacia Fred, o más bien lo inten­taron. Por la expresión en el rostro de Riley, podía decir que a Fred no le gustaba verse señalado. Parecía como si Fred hubiese elevado la intensidad de su «talento», como lo llamaba Riley, quien se encogió y apartó la mi­rada de inmediato. Yo seguía sin sentir nada.
-Sí, veréis, hay algunos otros vampiros que poseen dones más allá de una fuerza y unos sentidos extraordi­narios. Ya habéis visto algún aspecto en... nuestro aque­larre. -Se cuidó de no volver a pronunciar el nombre de Fred-. Los dones son poco usuales, uno de cada cin­cuenta, quizás, y todos son diferentes. Hay una amplia gama de ellos por ahí, unos más poderosos que otros.
Hubo un gran murmullo mientras la gente se pre­guntaba si ellos los podrían poseer. Raoul se pavoneaba como si ya hubiera decidido que él tenía un don. Hasta donde yo sabía, el único que era especial allí en algún sentido se encontraba justo a mi lado.
-¡Prestad atención! -ordenó Riley-. No os estoy con­tando esto para vuestra diversión.
-Este aquelarre enemigo que dices... -intervino Kristie-, ellos sí poseen dones, ¿verdad?
Riley le dedicó un gesto de asentimiento en señal de aprobación.
-Exacto. Me alegra que contemos con alguien ca­paz de seguir la línea de puntos. -El labio superior de  Raoul formó una mueca que mostró sus dientes-. Ese aquelarre está peligrosamente dotado -prosiguió  Riley-. Uno de ellos es capaz de leer la mente. -Examinó nuestros rostros para ver si captábamos la importancia de aquella revelación. La conclusión que obtuvo no pa­reció satisfacerle-. ¡Pensad, chavales! Sabrá todo lo que tengáis en la cabeza. Si le atacáis, conocerá el movi­miento que vayáis a hacer antes incluso de que vosotros seáis conscientes de ello. Si vais por la izquierda, allí os estará esperando.
Una quietud nerviosa se apoderó de todos mientras nos lo imaginábamos.
-Ese es el motivo por el que hemos sido tan cautelo­sos; yo y quien os creó.
Kristie dio un respingo y se apartó de él cuando la mencionó. Raoul parecía más enfadado. Los nervios se tensaron por doquier.
-No conocéis su nombre, ni sabéis qué aspecto tie­ne. Esto nos protege a todos. Si ellos se tropezaran con cualquiera de vosotros a solas, no se darían cuenta de vuestra conexión con ella, así os dejarían tranquilos. De saber que formáis parte de su aquelarre, vuestra ejecu­ción sería inmediata.
Aquello no tenía sentido para mí. ¿No la protegía a ella el secretismo más que a cualquiera de nosotros? Ri-ley se apresuró a continuar antes de que dispusiéramos de demasiado tiempo para evaluar su afirmación.
-Ahora que han decidido trasladarse a Seattle, por supuesto, ya no tiene importancia. Los sorprenderemos cuando vengan de camino, y los aniquilaremos. -Dejó escapar entre los dientes un silbido grave, de una sola nota-. Y se acabó. Después, no sólo la ciudad entera              será nuestra, sino que otros aquelarres sabrán que a no­sotros no se nos toca las narices. No nos veremos obliga­dos ya a ocultar tanto nuestro rastro. Habrá tanta sangre como queráis, para todos. Cazaremos todas las noches. Nos mudaremos al centro de la ciudad, y la domina­remos.
Los rugidos y gruñidos sonaron como un aplauso. Todo el mundo estaba con él. Excepto yo. No me moví, no hice un ruido. Tampoco lo hizo Fred, pero ¿quién sabe por qué?
Yo no estaba con Riley porque sus promesas sona­ban a mentira. De lo contrario, toda mi secuencia lógi­ca era errónea. Riley había dicho que el motivo que im­pedía que cazásemos sin preocupación ni restricciones se debía únicamente a este aquelarre enemigo, pero aquello no encajaba con el hecho de que todos los de­más vampiros debían de estar siendo discretos, o los hu­manos habrían sabido de su existencia hace mucho tiempo.
No podía concentrarme en resolver aquello porque la puerta en lo alto de las escaleras seguía sin moverse. Diego...
-Pero esto lo tenemos que hacer juntos. Hoy os guiaré a través del aprendizaje de algunas técnicas. Téc­nicas de combate. Consiste en algo más que gatear por el suelo como críos. Cuando oscurezca, saldremos afue­ra y practicaremos. Quiero que os esforcéis en vuestro entrenamiento, y que os mantengáis bajo control. ¡No voy a perder a otro miembro de este aquelarre! Todos nos necesitamos los unos a los otros, todos y cada uno de nosotros. No voy a tolerar más estupideces. Si creéis que no tenéis por qué escucharme, os equivocáis. -Realizó una breve pausa de un segundo, y los músculos de su rostro adoptaron una nueva disposición-. Y os daréis cuenta de lo equivocados que estáis cuando os lleve ante ella-me estremecí y noté como el temblor recorría la habitación, cuando todos los demás también lo hicie­ron-, y os sujete mientras os arranca las piernas y des­pués, despacio, muy despacio, os quema los dedos de las manos, las orejas, los labios, la lengua y cualquier otro apéndice superficial uno por uno.
Todos habíamos perdido un miembro al menos, y todos habíamos sentido el ardor del fuego al convertir­nos en vampiros, de manera que nos resultaba sencillo imaginar cómo sería aquello, aunque lo aterrador no era la propia amenaza en sí. Lo que daba verdadero pa­vor era el rostro de Riley cuando lo dijo. No es que la cara se le retorciese de ira como le solía pasar cuando se enfadaba. Estaba calmado y frío, terso y hermoso, sus la­bios describían una leve curva en las comisuras, en una ligera sonrisa. De repente tuve la impresión de que aquél era un nuevo Riley. Algo había cambiado en él, lo había endurecido, pero no era capaz de imaginar qué podía haber pasado en una sola noche que le produje­se aquella sonrisa cruel y perfecta.
Aparté la mirada con un pequeño temblor y vi que la sonrisa de Raoul había cambiado para imitar la de Ri­ley. Casi podía ver los engranajes girando dentro de la cabeza de Raoul. Ya no mataría tan rápido a sus víctimas en el futuro.
-Muy bien, vamos a formar equipos de manera que podamos trabajar en grupos -dijo Riley con una expre­sión de nuevo normal en el rostro-. Kristie, Raoul, reu­nid a los vuestros y a continuación repartid al resto en grupos equilibrados. ¡Sin peleas! Enseñadme que lo po­déis hacer de un modo racional. Demostrad lo que valéis.
Se apartó de aquellos dos ignorando el hecho de que se liaron casi de inmediato a discutir, y describió un recorrido en arco por el extremo de la habitación. Con­forme pasaba iba tocando en el hombro a algunos vam­piros y los mandaba a uno de los nuevos líderes o al otro. Al principio no me di cuenta de que se dirigía ha­cia mí gracias al paseo tan largo que se había dado.
-Bree -me dijo con un gesto forzado en los ojos ha­cia donde yo me encontraba, como si le estuviese cos­tando mucho. Me quedé como un bloque de hielo. Ha­bría captado mi rastro. Estaba muerta-. ¿Bree? -repitió en un tono más suave ahora, y su voz me recordó la pri­mera vez que me habló, cuando me trató con amabili­dad. Prosiguió en una voz más baja aún-: Le prometí a Diego que te daría un mensaje. Me dijo que eran cosas de ninjas. ¿Tiene eso algún sentido para ti?
Aún no podía mirarme, pero se encontraba cada vez más cerca.
-¿Diego? -murmuré.
No pude evitarlo.
Riley esbozó una ligerísima sonrisa.
-¿Podemos hablar? -Señaló la puerta con un movi­miento de la cabeza-. He comprobado todas las venta­nas, el primer piso está totalmente a oscuras y es seguro.
Sabía que, una vez que me apartase de Fred, ya no estaría tan a salvo, pero debía oír lo que Diego había querido contarme. ¿Qué había pasado? Tenía que ha­berme quedado con él, haber ido juntos a ver a Riley.
Le seguí a través de la habitación con la cabeza baja. Le dio instrucciones a Raoul, hizo un gesto de asentimiento en dirección a Kristie, y subimos las escaleras. Vi con el rabillo del ojo que algunos observaban con cu­riosidad adonde se dirigía.
Atravesó la puerta delante de mí. La cocina de la casa se encontraba, tal como él había prometido, total­mente a oscuras. Me hizo un gesto para que fuese tras él y me condujo por un pasillo oscuro, dejamos atrás las puertas abiertas de varios dormitorios, y cruzamos otra puerta que tenía cerradura para una llave. Acabamos en el garaje.
-Eres valiente -me comentó en voz muy baja-; o confiada de verdad. Pensé que me costaría más trabajo traerte al piso de arriba en pleno día. -Adiós... tenía que haberme mostrado más nerviosa. Demasiado tarde ya. Me encogí de hombros-. Así que Diego y tú estáis muy unidos, ¿verdad? -me preguntó exhalando apenas las palabras.
Quizá los demás aún hubieran podido oírle de ha­ber estado todo el mundo en silencio en el sótano, pero en aquel preciso instante había mucho ruido allí abajo.
Me volví a encoger de hombros.
-Me salvó la vida -susurré.
Riley elevó la barbilla, casi en un gesto de asenti­miento, pero no lo era en realidad, y evaluó mi respues­ta. ¿Me creía? ¿Pensaba que aún temía a la luz del sol?
-Es el mejor -dijo Riley-. El chico más listo que tengo.
Asentí una vez.
-Hemos tenido una pequeña charla acerca de la si­tuación -prosiguió Riley-. Hemos coincidido en que necesitamos vigilancia. Ir a ciegas resulta demasiado pe­ligroso. El es el único en quien confío para que se adelante a echar un vistazo. -Bufó, casi en un ademán de enfado- ¡Ojalá tuviese dos como él! Raoul pierde los estribos con demasiada facilidad, y Kristie está demasia­do preocupada consigo misma como para tener una vi­sión global. Pero son los mejores que tengo, y me ten­dré que apañar. Diego me ha dicho que tú también eres lista. -Aguardé, al no estar segura de cuánto sabía Riley de nuestra historia-. Necesito que me ayudes con Fred. ¡Menuda fuerza tiene ese chico! Esta noche ni siquiera podía mirarle.
Volví a asentir, cautelosa.
-Imagínate que tus enemigos ni siquiera te pudie­sen mirar. ¡Qué fácil resultaría! -continuó.
Yo no creía que a Fred le fuese a gustar la idea, pero quizá me equivocaba. No parecía que le importase lo más mínimo aquel aquelarre nuestro. ¿Querría salvar­nos? No respondí a Riley.
-Tú pasas mucho tiempo con él.
Hice un gesto de indiferencia.
-Ahí nadie me molesta. No es fácil.
Riley frunció los labios y asintió.
-Lista, como me ha dicho Diego.
-¿Dónde está Diego?
No tenía que haber preguntado. Las palabras salie­ron de mi boca por su propia voluntad. Aguardé con ansiedad, intenté mostrar indiferencia y seguramente fracasé.
-No tenemos tiempo que perder. Le he enviado al sur en cuanto he sabido lo que se avecina. Si nuestros enemigos deciden atacar antes, necesitamos estar sobre aviso. Diego se encontrará con nosotros cuando vaya­mos contra ellos.
Intenté imaginar por dónde andaría Diego en ese momento. Ojalá estuviera allí con él. Quizá pudiese con­vencerle y evitar que hiciese la voluntad de Riley y de paso impedir que se colocase en primera línea de fue­go. Pero quizá no. Parecía que Diego y Riley eran uña y carne, justo como me había temido.
-Diego quería que te dijese algo. -Mis ojos se clava­ron bruscamente en él. Demasiado rápido, demasiada ansia. La cagué otra vez-. Para mí no tenía ningún sen­tido, pero dijo: «Cuéntale a Bree que ya tengo el saludo, que se lo enseñaré dentro de cuatro días, cuando nos veamos». No tengo ni idea de a qué se refería. ¿Signifi­ca algo para ti?
Intenté forzar una cara de póquer.
-Tal vez. Me dijo algo así como que tenía que encon­trar un saludo secreto para su cueva submarina. Una es­pecie de contraseña. No era más que una broma. No sé muy bien a qué se refiere ahora.
Riley se carcajeó.
-Pobre Diego.
-¿Qué?
-Creo que le gustas a ese chico mucho más de lo que él te gusta a ti. -Ah.
Aparté la mirada, confundida. ¿Me enviaba Diego este mensaje como un medio de hacerme saber que po­día confiar en Riley? Pero él sin embargo no le había di­cho a Riley que yo sabía lo del sol. Aun así, Diego debía de haber confiado mucho en Riley para contarle tanto, para mostrarle a Riley que yo le importaba. Aun así pen­sé que lo más inteligente sería mantener la boca cerra­da. Habían cambiado demasiadas cosas.                            
-No le des calabazas aún, Bree. Es el mejor, como te he dicho. Dale una oportunidad.
¿Riley dándome consejos románticos? Aquello sí que no podía ser más extraño. Sacudí la cabeza una vez Y dije:
-Claro.
-Mira a ver si puedes hablar con Fred. Asegúrate de que está en nuestro barco. Me encogí de hombros. -Haré lo que pueda. Riley sonrió.
-Genial. Ya te apartaré antes de que nos vayamos para que así puedas contarme cómo ha ido. Lo haré de manera informal, no como esta noche. No quiero que se sienta como si le estuviese espiando.
-Vale.
Riley me hizo un gesto para que le siguiese y se diri­gió de vuelta al sótano.
El entrenamiento duró todo el día, pero yo no tomé parte en él. Después de que Riley regresase con sus lí­deres de equipo, yo ocupé mi lugar junto a Fred. Los demás se habían dividido en cuatro grupos de cuatro, bajo la dirección de Raoul y Kristie. Nadie había escogi­do a Fred, o tal vez él les hubiese hecho caso omiso, o quizá ni siquiera fueran capaces de ver que estaba allí. Yo aún podía verle. Destacaba: el único que no partici­paba, un gran elefante rubio en la habitación.
Yo tampoco albergaba deseo alguno de ofrecerme para formar parte del equipo de Raoul o el de Kristie, así que me limité a observar. Nadie parecía haberse da­do cuenta de que yo estaba ahí sentada al margen, con Fred. A pesar de que debíamos de ser algo parecido a invisibles gracias al «talento» de Fred, yo me sentía ho­rriblemente obvia. Ojalá fuera también invisible a mis ojos, ojalá pudiera ver también la ilusión óptica y así con­fiar en ella. Aun así, nadie reparó en nosotros, y pasado un rato, pude casi relajarme.
Observé el entrenamiento con atención. Deseaba estar al tanto de todo, por si acaso. No tenía intención de combatir, sino de encontrar a Diego y largarnos de allí. Pero ¿y si Diego quería luchar? O ¿qué pasaría si tu­viéramos que pelear para escaparnos de los demás? Más me valía prestar atención.
Sólo una vez hubo alguien que preguntó por Diego. Fue Kevin, aunque me daba la sensación de que obede­cía órdenes de Raoul.
-Al final a Diego lo han achicharrado, ¿eh? -pre­guntó Kevin en un forzado tono jocoso.
-Diego está con ella -contestó Riley, y nadie tuvo que preguntar a quién se refería-. De vigilancia.
Algunos sintieron un escalofrío, y nadie volvió a de­cir nada sobre Diego.
¿Estaba de verdad con ella? La idea me encogía el corazón. Tal vez Riley lo dijera tan sólo para evitar que los demás le preguntasen. Era probable que no quisie­ra que Raoul se pusiese celoso o se sintiera por debajo de Diego justo cuando Riley lo necesitaba en su estado de ánimo más arrogante posible. No podía estar segura y tampoco iba a preguntar. Guardé silencio, como siem­pre, y observé las prácticas.
En el fondo, ver aquello era aburrido, me daba sed. Riley no dio tregua a su ejército durante tres días y dos noches seguidas. Durante el día era más difícil mante­nerse al margen a causa de lo hacinados que estábamos todos en el sótano. En cierto modo, a Riley le facilitaba las cosas: le solía dar tiempo de parar una pelea antes de que pasara a mayores. En el exterior, de noche, había más espacio para que los unos se moviesen alrededor de los otros, pero Riley se la pasaba entera ocupado co­rriendo de aquí para allá para recoger extremidades y devolvérselas a sus propietarios con rapidez. Contenía bien su carácter y, esta vez, anduvo bastante listo a la hora de encontrar todos los mecheros. Yo habría apos­tado por que la situación acabaría por descontrolarse, por que perderíamos al menos un par de miembros del aquelarre con Raoul y Kristie de refriega sin parar du­rante días. Pero Riley ejercía sobre ellos un control muy superior al que yo creía posible.
Sin embargo, todo era principalmente a base de re­petición. Me percaté de que Riley no paraba de decir siempre lo mismo, una y otra vez: «Trabaja en equipo, vigila tu espalda, no vayas de frente a por ella»; «trabaja en equipo, vigila tu espalda, no vayas de frente a por él»; «trabaja en equipo, vigila tu espalda, no vayas de frente a por ella». Era ridículo, de verdad, y lograba que el gru­po pareciese increíblemente estúpido. Pero tenía la se­guridad de que yo habría sido igual de estúpida de ha­berme encontrado metida de lleno en el combate con ellos en lugar de verlo tranquila desde la barrera al lado de Fred.
En cierto modo me recordó al modo en que Riley nos había inculcado el miedo al sol. La repetición cons­tante.
Aun así, aquello era tan aburrido que, tras aproxima­damente diez horas en aquel primer día, Fred sacó una baraja de cartas y se puso a hacer solitarios. Eso era más interesante que ver los mismos errores una y otra vez, así que pasé la mayor parte del tiempo observándole.
Alrededor de otras doce horas más tarde -volvíamos a estar dentro- le di un golpecito a Fred con el codo para señalarle un cinco rojo que podía colocar. Asintió y movió la carta. Después de esa mano, repartió cartas para los dos y jugamos al rummy. No dijimos una pala­bra, pero Fred sonrió un par de veces. Nadie nos miró ni nos pidió que nos uniésemos a ellos.
No había intervalos de caza y, conforme pasaba el tiempo, aquello iba siendo más y más difícil de ignorar. Las peleas estallaban con mayor regularidad y a la me­nor provocación. Las órdenes de Riley se volvieron más estridentes, incluso él mismo arrancó un par de brazos. Intenté olvidar la ardiente sed en la medida de lo posi­ble -al fin y al cabo, Riley también debía de estar su­friéndola, así que aquello no podía durar para siem­pre- pero la sed era prácticamente la única cosa que tenía en la cabeza. Fred comenzaba a mostrar un aspec­to bastante tenso.
La tercera noche, temprano -faltaba un día y, cuan­do pensaba en el paso del tiempo, se me hacía un nudo en el estómago vacío-, Riley ordenó detener todos los combates ficticios.
-Venid aquí, chicos -nos dijo.
Todos formamos algo parecido a un semicírculo frente a él. Los grupos originales se mantuvieron jun­tos, así que el entrenamiento no había modificado nin­guna de aquellas alianzas. Fred se guardó las cartas en el bolsillo de atrás y se puso en pie. Yo permanecí a su lado con la confianza de que su aura de repulsión me ocultase.
-Lo habéis hecho bien -nos dijo-. Esta noche tenéis una recompensa. Beberéis, porque mañana vais a de­sear vuestra fuerza. -Casi todo el mundo soltó rugidos de alivio—. Y digo desear y no necesitar por una razón -prosiguió-. Creo, chicos, que lo habéis conseguido. Ha­béis sido inteligentes y habéis hecho un gran esfuerzo. ¡Nuestros enemigos no van a saber de dónde les vienen los golpes!
Kristie y Raoul rugieron, y sus compañías los imita­ron enseguida. Me sorprendió verlo, pero en ese mo­mento parecían un ejército. No es que estuviesen desfi­lando en formación ni nada por el estilo, pero había cierta uniformidad en su respuesta. Como si todos for­maran parte de un gran organismo. Como siempre, Fred y yo éramos las flagrantes excepciones, pero pensé que sólo Riley podía fijarse apenas un poco en nosotros: ca­da dos por tres su mirada escrutaba la zona en la que nos encontrábamos, prácticamente como si lo compro­base para tener la certeza de que aún sentía el talento de Fred. Y a Riley no parecía importarle que no nos unié­semos. Al menos por ahora.
-Quieres decir mañana por la noche, ¿verdad, jefe? -aclaró Raoul.
-Así es -dijo Riley con una extraña sonrisita.
Al parecer, ningún otro reparó en nada extraño en su respuesta, a excepción de Fred. Bajó la mirada hacia mí con una ceja arqueada. Yo me encogí de hombros.
-¿Estáis listos para vuestra recompensa? -Su peque­ño ejército rugió en respuesta-. Esta noche vais a tener un adelanto de cómo será nuestro mundo cuando nues­tra competencia esté fuera del mapa. ¡Seguidme!
Riley se alejó a grandes zancadas. Raoul y su equipo le pisaban los talones. El grupo de Kristie comenzó a dar empujones y zarpazos en medio de ellos para lograr ponerse al frente.
-¡No me hagáis cambiar de opinión! -vociferó Riley desde los árboles que había más adelante-. Os podéis morir de sed. ¡Me da igual!
Kristie ladró una orden, y su grupo se situó con hos­quedad detrás del de Raoul. Fred y yo esperamos a que el último hubiera desaparecido de nuestra vista. Enton­ces Fred realizó con el brazo uno de esos gestos de «las damas primero». No fue como si temiese tenerme a su espalda, sólo estaba siendo educado. Comencé a correr tras el ejército.
Los demás ya nos llevaban una buena ventaja, pero no suponía ningún esfuerzo seguir su olor. Fred y yo co­rrimos en un amigable silencio. Me preguntaba en qué estaría pensando. Tal vez sólo estuviese sediento. Yo ar­día, así que él probablemente también. Alcanzamos al grupo en unos cinco minutos, pero mantuvimos la dis­tancia.
La tropa se movía en un silencio sorprendente. Estaban concentrados y aún más... eran disciplinados. En cierto modo deseé que Riley hubiese empezado antes la instrucción. Era más fácil andar con este grupo.
Cruzamos por encima de una autovía vacía, otra fran­ja de bosque y nos encontramos en una playa. El agua estaba en calma y nos habíamos dirigido casi directos al norte, así que aquello debía de ser el estrecho. No había­mos pasado cerca de ningún lugar habitado, y estaba se­gura de que había sido a propósito. Sedientos e irritables, no haría falta demasiado para que aquella pizca de orga­nización se disolviese en una escandalosa masacre.
Nunca habíamos ido de caza todos juntos, y ahora tenía la seguridad de que no se trataba de una buena idea. Recordaba a Kevin y a Spiderman peleándose por la mujer del coche aquella primera noche que hablé con Diego. Más le valdría a Riley disponer de un buen montón de cuerpos para nosotros o la gente iba a em­pezar a matarse entre sí para conseguir el máximo de sangre.
Riley se detuvo en la orilla.
-No os reprimáis -nos dijo-. Os quiero bien alimen­tados y fuertes: a tope. Ahora... vamos a pasarlo bien.
Se sumergió con suavidad en la marea. Los demás también lo hicieron, pero soltando rugidos de exalta­ción. Fred y yo los seguimos más de cerca que antes ya que no podríamos rastrear su olor bajo el agua. Pero pude notar que Fred dudaba, listo para salir pitando si aquello era algo más que un bufet libre. Al parecer no se fiaba de Riley ni una pizca más que yo.
No habíamos nadado mucho y ya vimos que los de­más se dirigían a la superficie. Fred y yo lo hicimos los últimos, y Riley comenzó a hablar en cuanto nuestras dos cabezas asomaron fuera del agua, como si nos hu­biese estado esperando. Él debía de sentir a Fred más que el resto.
-Ahí está -dijo señalando un gran ferry que mar­chaba con rumbo sur, probablemente en su último tra­yecto de la noche desde Canadá-. Dadme un minuto. Cuando se quede a oscuras, es todo vuestro.
Se produjo un murmullo nervioso. A alguien se le escapó una risa tonta. Riley salió como un tiro y, segun­dos después, le vimos subir volando uno de los costados del enorme barco. Se fue directo a la torre de control, en lo alto del barco. A silenciar la radio, apostaba yo. Él podría decir todo cuanto quisiese acerca de que aque­llos enemigos fuesen la razón de tener cuidado, pero yo estaba segura de que había mucho más que eso. Se su­ponía que los humanos no habían de saber de los vam­piros. Al menos, no por mucho tiempo, lo justo para matarlos.
Riley arrancó de una patada el vidrio de una gran ventana y desapareció dentro de la torre. Cinco segun­dos después se apagaron las luces.
Me di cuenta de que Raoul ya se había ido. Debía de haberse sumergido para que así no pudiésemos oír có­mo se iba detrás de Riley. Todos los demás se pusieron en marcha, y el agua se removió como si un enorme ban­co de barracudas se lanzase al ataque.
Fred y yo fuimos nadando detrás de ellos a un ritmo relativamente cómodo. De una forma muy graciosa, era como si fuésemos un matrimonio de abuelos. Nunca hablábamos, pero seguíamos haciendo las cosas exacta­mente al mismo tiempo.
Llegamos al barco unos tres segundos más tarde, y el aire ya se había colmado de gritos y del cálido aroma de la sangre. El olor me hizo percatarme de lo sedienta que estaba, y eso fue lo último en que reparé. Mi cere­bro se desenchufó por completo. No había nada más que el dolor feroz en mi garganta y la deliciosa sangre -sangre por doquier- que prometía extinguir aquel fuego.
Cuando todo terminó y en el barco no quedó un solo corazón que latiese, yo ya no sabía a cuánta gente había matado. Con facilidad, más del triple que en mis anteriores salidas de caza. Me había puesto morada. Bebí mucho más allá del punto en el que se había aplaca­do mi sed por completo, sólo por el sabor de la sangre. La mayoría de la del barco estaba limpia y deliciosa, sus pasajeros no eran escoria. A pesar de no haberme co­medido, probablemente yo me encontraría en la parte baja de la clasificación por número de víctimas. Raoul estaba rodeado de cadáveres despedazados, que en rea­lidad formaban una pila. El se había sentado en lo alto de su montaña de muertos y se reía solo, escandalosa­mente.
No era el único que se reía. El oscuro barco rebosa­ba sonidos de deleite. Oí a Kristie decir:
-Ha sido increíble, ¡tres hurras por Riley!
Y parte de su grupo formó un estridente coro de hu­rras, igual que una banda de borrachos felices.
Jen y Kevin se asomaron empapados a la cubierta.
-Hemos pillado a todos, jefe -gritó Jen a Riley.
De manera que algunos humanos habían intentado huir a nado. Yo ni me había dado cuenta.
Miré a mí alrededor en busca de Fred. Me costó un buen rato encontrarlo. Me percaté por fin de que no podía fijar la vista en la esquina del fondo, junto a las máquinas expendedoras, y me dirigí hacia allí. Al prin­cipio me sentí como si el balanceo del ferry me estuvie­se mareando, pero entonces me acerqué lo bastante co­mo para que aquella sensación se desvaneciese y pude ver a Fred de pie junto a la ventana. Me dedicó una rá­pida sonrisa y elevó la mirada por encima de mi cabeza. La seguí y vi que observaba a Riley. Me pareció que lle­vaba haciéndolo un buen rato.
-Muy bien, chicos -dijo Riley-, ya habéis probado la vida placentera, ¡pero ahora tenemos un trabajo que hacer! -Todos rugieron con entusiasmo-. Tengo tres úl­timas cosas que contaros, y una de ellas incluye un pe­queño postre, así que ¡hundamos esta gabarra y volva­mos a casa!
El ejército empezó a desmantelar el barco entre una mezcla de risas y gruñidos. Fred y yo saltamos por la ven­tana y observamos la maniobra desde una corta distan­cia. El ferry no tardó mucho en arrugarse en el centro con un estruendo de metal. La sección central se hun­dió primero, de manera que la proa y la popa se retor­cieron y se elevaron apuntando al cielo. Se hundieron la una detrás de la otra; la popa ganó a la proa por unos pocos segundos. El banco de barracudas se dirigió ha­cia nosotros. Fred y yo nadamos a la orilla.
Corrimos a casa con los demás, si bien mantuvimos nuestra distancia. Fred me miró un par de veces como si me quisiera decir algo, pero en ambas ocasiones pare­ció haber cambiado de opinión.
De vuelta en el refugio, Riley hizo que el ambiente de celebración amainase. Aun habiendo pasado unas horas, seguía en sus trece por intentar que todo el mun­do volviera a la senda de la seriedad. Por una vez, no eran discusiones lo que tenía que calmar, sino la eufo­ria. Si, tal como yo pensaba, las promesas de Riley resul­taban falsas, iba a verse metido en un lío cuando finali­zase la emboscada. Ahora que todos estos vampiros se habían dado un verdadero festín, no iban a volver a acep­tar ningún tipo de restricción con facilidad. Por esta no­che, no obstante, Riley era un héroe.
Finalmente -un buen tiempo después de que salie­ra el sol, según mis cálculos-, todo el mundo guardaba silencio y prestaba atención. Por la expresión en sus caras se diría que estaban dispuestos a escuchar cualquier cosa que él tuviera que decirles.
Riley subió las escaleras hasta la mitad con el rostro serio.
-Tres cosas -arrancó-. Primero, queremos estar se­guros de que atacamos al aquelarre correcto. Si por acci­dente nos tropezásemos con otro clan y los matásemos, pondríamos nuestras cartas al descubierto. Queremos que nuestros enemigos se confíen en exceso y que estén desprevenidos. Hay dos cosas que identifican a este aque­larre. Una, su aspecto distinto: tienen los ojos amarillos.
Se produjo un murmullo por la confusión.
-¿Amarillos? -repitió Raoul en un tono de asco.
-Ahí fuera hay mucho del mundo de los vampiros con lo que aún no os habéis encontrado. Ya os dije que este clan tiene muchos años. Sus ojos son más débiles que los nuestros, amarillean por la edad. Otra ventaja de nuestro lado -asintió para sí, como si se estuviera di­ciendo «una cosa menos»-. Pero existen otros vampiros mayores, de manera que hay otro modo de reconocer­los con seguridad... y es aquí donde entra en juego el postre que mencioné. -Riley sonrió de un modo astuto y aguardó un instante-. Esto va a ser difícil de procesar -advirtió-. Yo no lo entiendo, aunque lo he visto con mis propios ojos. Estos vampiros ancianos se han ablan­dado tanto que incluso tienen como miembro de su aquelarre a un humano de su agrado.
La revelación fue recibida con un rotundo silencio. Con total incredulidad.
-Lo sé, es difícil de digerir, pero es la verdad. Sabre­mos sin duda que son ellos porque los acompañará una chica humana.
-Pero... ¿cómo? -preguntó Kristie-. ¿Quieres decir que van por ahí con la comida a cuestas o algo así?
-No. Se trata siempre de la misma chica, la única, y no tienen intención de matarla. No sé cómo lo consi­guen, ni por qué. Tal vez sólo quieran mostrarse dife­rentes. Quizá quieran presumir de su autocontrol. Tal vez piensen que eso los hace parecer más fuertes. Para mí no tiene sentido, pero la he visto. Es más, la he olido. -Con parsimonia y dramatismo, Riley rebuscó en su ca­zadora y extrajo una bolsa de plástico hermética que contenía una tela roja-. En las últimas semanas he hecho alguna labor de reconocimiento para tener controlado al clan de los ojos amarillos tan pronto como se acerca­se. -Hizo una pausa para dedicarnos una mirada pater­nal-. Yo cuido de mis chicos. Muy bien, en el instante en que vi que venían a por nosotros, me hice con esto -mos­tró la bolsa- para ayudarnos a rastrearlos. Quiero que todos os familiaricéis con este olor.
Le entregó la bolsa a Raoul, que abrió el cierre a presión e inhaló con fuerza. Miró a Riley con cara de sorpresa.
-Lo sé -dijo Riley-. Sorprendente, ¿verdad?
Raoul entrecerró los ojos en un gesto pensativo y le pasó la bolsa a Kevin.
Uno por uno, todos los vampiros olisquearon la bol­sa, y todos reaccionaron con unos ojos exageradamen­te abiertos, ningún otro gesto. Sentía tanta curiosidad que me escabullí de Fred hasta que percibí la náusea y supe que me hallaba fuera de su perímetro. Fui avan­zando hasta llegar junto a Spiderman, que parecía ser el último de la fila. Cuando le llegó su turno, olisqueó el interior de la bolsa y estuvo a punto de devolvérsela al chico que se la había pasado a él, pero levanté la mano y le chisté. Tuvo que mirarme dos veces, como si no me hubiera visto allí antes, y me la pasó a mí.
La tela roja tenía el aspecto de una camisa. Metí la nariz en la abertura, no le quité ojo a los vampiros a mí alrededor, por si acaso, e inhalé.
Ah. Ahora comprendía aquellas expresiones y nota­ba una similar en mi rostro, porque el humano que se había puesto la camisa sí que tenía la sangre dulce. Cuan­do Riley habló de un «postre», tenía más razón que un santo. Por otro lado, yo estaba menos sedienta que nun­ca, así que, mientras que los ojos se me abrían al valorar­lo, no sentía el suficiente dolor en la garganta como para hacer una mueca. Sería increíble probar aquella sangre pero, en aquel preciso instante, no me causaba dolor no poder hacerlo.
Me preguntaba cuánto tardaría en volver a estar se­dienta. Habitualmente, el dolor comenzaba a regresar a las pocas horas de haberme alimentado, y a partir de en­tonces, no hacía más que empeorar y empeorar hasta que -un par de días después- resultaba imposible igno­rarlo siquiera un solo segundo. ¿Se retrasaría aquel pro­ceso gracias a la excesiva cantidad de sangre que acaba­ba de beber? Me imaginé que pronto lo comprobaría.
Miré a mí alrededor para asegurarme de que nadie estaba esperando la bolsa, porque pensé que Fred sen­tiría también curiosidad. Riley captó mi mirada, sonrió ligeramente e hizo un leve gesto con la barbilla en di­rección a la esquina donde se encontraba Fred. Eso me hizo querer hacer justo lo contrario de lo que había pen­sado, pero qué más daba. Tampoco quería que Riley sospechase de mí.
Volví hacia Fred e hice caso omiso de la náusea has­ta que se desvaneció y me hallé justo a su lado. Le entre­gué la bolsa. Al parecer le agradó que me acordase de incluirle; sonrió y esnifó la camisa. Un segundo más tar­de asentía para sí, pensativo. Me devolvió la bolsa con una mirada significativa. Pensé que la próxima vez que nos encontrásemos a solas, me contaría lo que antes ya me había parecido que deseaba compartir. Le tiré la bol­sa a Spiderman, que reaccionó como si le hubiera caído del cielo, pero aun así logró atraparla antes de que toca­se el suelo.
Todo el mundo murmuraba sobre el olor. Riley dio dos palmadas.
-Muy bien, he ahí el postre del que os había habla­do. La chica estará con el clan de los ojos amarillos. El primero que llegue hasta ella se lleva el postre. Tan sim­ple como eso.
Rugidos de agradecimiento, rugidos competitivos.
Simple sí, pero... un error. ¿No se suponía que te­níamos que destruir al aquelarre de los ojos amarillos? Se suponía que la unión iba a ser la clave y no que se tra­tase de un premio para el primero que llegara, algo que sólo podría alcanzar uno de los vampiros. El único re­sultado garantizado de este plan era un humano muer­to. A mí se me ocurría media docena de formas más pro­ductivas de motivar a este ejército. El que mate a más vampiros de ojos amarillos se lleva a la chica; el que de­muestre una mayor capacidad de trabajo en equipo se lleva a la chica; el que más se ciña al plan establecido; el que mejor obedezca las órdenes; el MVP, etcétera. Ha­bía que centrarse en el peligro, que desde luego no era la humana.
Observé a los demás a mí alrededor y tuve claro que ninguno de ellos estaba siguiendo la misma secuencia lógica. Raoul y Kristie se desafiaban mutuamente con la mirada. Oí a Sara y ajen discutir en susurros acerca de la posibilidad de compartir el premio.
Bueno, quizá Fred lo hubiese captado. El también fruncía el ceño.
-Y la última cosa -dijo Riley. Por primera vez había en su voz un tono reticente-. Es probable que esto os re­sulte aún más difícil de aceptar, así que os lo mostraré. No os voy a pedir que hagáis nada que no vaya a hacer yo. Recordadlo: yo recorro con vosotros cada paso del camino. -Los vampiros se volvieron a quedar muy quie­tos. Vi que Raoul tenía de nuevo la bolsa de plástico y la agarraba de un modo posesivo-. Aún os quedan mu­chas cosas por aprender acerca de ser un vampiro -pro­siguió Riley-. Algunas tienen más sentido que otras, y ésta es una de esas que no suenan muy bien al princi­pio; pero yo mismo he pasado por ello y os lo voy a mos­trar. -Se quedó pensando durante un segundo-. Cuatro veces al año, el sol brilla en un ángulo indirecto determi­nado y, durante ese único día, cuatro veces al año, es se­guro... para nosotros quedar expuestos al sol. -Se detu­vo hasta el más leve de los movimientos. No se oía una sola respiración. Riley se estaba dirigiendo a un mon­tón de estatuas-. Uno de esos días especiales está empe­zando ahora. El sol que está saliendo hoy no nos hará daño a ninguno de nosotros, y vamos a utilizar esta cu­riosa excepción para sorprender a nuestros enemigos.
Mis pensamientos daban vueltas, patas arriba. De manera que Riley sabía que era seguro ponernos al sol; o no lo sabía, y nuestra creadora le había contado esta historia de los cuatro días. O... aquello era verdad, y Diego y yo habíamos tenido la suerte de encontrarnos en uno de esos días, excepto por el hecho de que Diego ya había salido antes a la sombra. Y Riley estaba convir­tiéndolo en una especie de solsticio estacional, mien­tras que Diego y yo habíamos estado tan panchos al sol hacía apenas cuatro días.
Podía entender que Riley y nuestra creadora pre­tendiesen controlarnos con el temor al sol. Tenía senti­do. Pero ¿por qué contar ahora la verdad de un modo tan parcial?
Apostaría a que tenía algo que ver con los aterra­dores encapuchados. Ella probablemente quería ganar tiempo antes de su fecha tope. Los encapuchados no ha­bían prometido dejarla vivir cuando matásemos a todos los vampiros de los ojos amarillos. Supuse que ella de­saparecería en el preciso instante en que cumpliese su objetivo aquí: matar al clan de los ojos amarillos y tomar­se unas largas vacaciones en Australia o en cualquier lu­gar en el otro extremo del mundo. Y me daba en la nariz que no iba a enviarnos invitaciones con nuestro nombre grabado. Tendría que encontrar a Diego rápido para po­der largarnos también, pero en la dirección opuesta de Riley y nuestra creadora. Y debía contárselo a Fred. Deci­dí hacerlo en cuanto estuviésemos un momento a solas.
Cuánta manipulación había en aquel discursito, y yo ni siquiera tenía la certeza de estar detectándola to­da. Ojalá Diego estuviese aquí y pudiésemos analizar­lo juntos.
De estar Riley realmente inventándose sobre la mar­cha este rollo de los cuatro días, yo me creía capaz de entender el porqué. No podía plantarse allí y decirnos:
«Oye, que os he estado mintiendo toda vuestra vida, pe­ro ahora os estoy diciendo la verdad». El quería que hoy le siguiéramos a la batalla, no podía socavar la poca o la mucha confianza que se hubiese ganado.
-Es lógico que la idea os aterrorice -dijo Riley a las estatuas-. La razón de que sigáis vivos es que obedecie­rais cuando os dije que había que tener cuidado. Ha­béis vuelto a casa a tiempo, no habéis cometido errores. Habéis permitido que ese temor os haga más listos y cautelosos. No espero que dejéis ahora a un lado ese te­mor inteligente así como así. No espero que salgáis co­rriendo por esa puerta sólo con mi palabra, sino que... -recorrió la estancia una sola vez con la mirada- espero que me sigáis al exterior.
Apartó la vista de su público durante una mínima fracción de segundo para posarse en algo que había so­bre mi cabeza.
-Miradme -nos dijo-, escuchadme, confiad en mí. Cuando veáis que estoy bien, creed lo que veis. El sol de un día como hoy tiene algunos efectos interesantes en nuestra piel. Ya lo veréis. No os hará ningún daño. Yo no haría nada que os expusiese a un peligro innecesa­rio, eso lo sabéis.
Comenzó a subir las escaleras.
-Riley, no podemos esperar un poco... -empezó a decir Kristie.
-Limítate a prestar atención -la interrumpió Riley, que seguía subiendo con parsimonia-. Esto nos propor­ciona una gran ventaja. Los vampiros de los ojos amari­llos saben perfectamente lo del sol de hoy, pero no sa­ben que nosotros también estamos al tanto. -Mientras hablaba, abrió la puerta, salió al sótano y entró en la cocina. No había luz en aquella habitación bien prote­gida, pero todos evitaron acercarse a la puerta abierta. Todos menos yo. Su voz prosiguió y avanzó hacia la puer­ta de la entrada-. A la mayoría de los vampiros jóvenes les cuesta un tiempo asumir esta excepción y es por un buen motivo: los que no se cuidan de la luz del sol no duran mucho.
Noté los ojos de Fred puestos en mí. Le miré. Los te­nía clavados en mí, con urgencia, como si desease lar­garse de allí pero no tuviese adonde.
-Todo va bien -le susurré casi en silencio-. El sol no nos va a hacer daño.
« ¿Confías en él?», simuló decir, moviendo los labios.
Ni de coña.
Fred arqueó una ceja y se relajó apenas un poco.
Me giré a nuestra espalda. ¿Dónde había mirado Ri-ley? No había cambiado nada: unas cuantas fotos de fa­milia, de gente muerta, un espejo pequeño y un reloj de cuco. Mmm. ¿Estaba mirando la hora? Tal vez nuestra creadora le hubiese puesto un límite a él también.
-Vale, chicos, voy a salir -dijo Riley-. Hoy no tenéis por qué tener miedo, os lo prometo.
La luz irrumpió en el sótano a través de la puerta abierta amplificada -como sólo yo sabía- por la piel de Riley. Veía el baile de los reflejos brillantes en la pared.
Entre siseos y gruñidos, mi aquelarre se retiró a la esquina opuesta a la de Fred. Kristie estaba al fondo del todo. Parecía como si estuviese utilizando a su grupo de escudo protector.
-Calmaos todos -nos voceó Riley desde arriba-. Es­toy perfectamente bien: ni dolor ni quemaduras. Venid. ¡Vamos!
Nadie se acercó a la puerta. Fred se había acurruca­do contra la pared, junto a mí, y vigilaba la luz con ojos de pánico. Hice un gesto con la mano para llamar su atención. Levantó la vista y evaluó mi total calma duran­te un segundo. Se puso lentamente en pie. Yo le ofrecí una sonrisa de aliento.
Todos los demás estaban a la espera de que prendie­sen las llamas. Me preguntaba si yo le habría parecido tan tonta a Diego.
-¿Sabéis qué? -dijo Riley desde arriba-. Siento cu­riosidad por ver quién es el más valiente de vosotros. Tengo una idea bastante aproximada de quién va a ser la primera persona que pase por esa puerta, aunque ya me he equivocado otras veces.
Puse los ojos en blanco. Qué sutil, Riley.
Pero funcionó, por supuesto. Centímetro a centí­metro y casi de inmediato, Raoul inició su camino hacia la puerta. Por una vez, Kristie no se apresuró a compe­tir con él por la aprobación de Riley. Raoul le dio una palmada a Kevin, y éste y Spiderman se pusieron en mo­vimiento para acompañarle, a regañadientes.
-Podéis oírme, sabéis que no me he achicharrado. ¡No seáis una panda de críos! Sois vampiros. Compor­taos como tales.
Sin embargo, Raoul y sus colegas no eran capaces de avanzar más allá del pie de las escaleras. Nadie más se movió. Riley volvió transcurridos unos pocos minutos. En la puerta, a la luz indirecta de la entrada, brillaba sólo un poco.
-Miradme. Estoy bien. ¡En serio! Me avergüenzo de vosotros. ¡Ven aquí, Raoul!
Al final, Riley tuvo que enganchar a Kevin -Raoul se apartó en cuanto se dio cuenta de las intenciones de Ri-ley- y lo arrastró a la fuerza escaleras arriba. Vi el mo­mento en que se pusieron al sol, cuando el brillo se hizo más luminoso por sus reflejos.
-Díselo, Kevin -le ordenó Riley.
-¡Raoul, estoy bien! -gritó Kevin desde arriba-. Guau. Tengo todo el cuerpo... brillando. ¡Qué pasada! -se rió.
-Bien hecho, Kevin -dijo Riley bien alto.
Eso funcionó con Raoul. Apretó los dientes y subió a ritmo las escaleras. No se movió con velocidad, pero en­seguida estaba allí arriba, brillando y riendo con Kevin.
Aun después de aquello, el proceso costó más de lo que yo habría imaginado. Seguía siendo cosa de ir uno por uno. Riley se impacientó y hubo más amenazas que ánimos.
Fred me lanzó una mirada que decía: « ¿Sabías tú esto?».
«Sí», moví los labios.
Hizo un gesto de asentimiento y empezó a subir las escaleras. Aún quedaban unos diez vampiros, el grupo de Kristie principalmente, apretados contra la pared. Me fui con Fred, decidí que sería mejor salir a la mitad. Que Riley lo interpretase como le diera la gana.
Pudimos ver a los vampiros que brillaban como bo­las de discoteca en el jardín frontal de la casa y se mira­ban las manos con cara de estar maravillados. Fred salió a la luz sin aminorar el paso, un acto que interpreté como un gesto de valentía, teniéndolo todo en conside­ración. Kristie era un buen ejemplo de lo bien que Riley nos había adoctrinado. Se aferraba a lo que sabía a pe­sar de las pruebas que tenía ante sí.
Fred y yo nos mantuvimos ligeramente al margen del resto. Se examinó detenidamente, luego me obser­vó a mí y a continuación miró a los demás. Me di cuen­ta de que Fred, aunque muy callado, era muy observa­dor y casi científico en el modo en que examinaba las pruebas. Nunca había dejado de evaluar las palabras y los actos de Riley. ¿Hasta dónde había llegado en sus de­ducciones?
Riley tuvo que obligar a Kristie a subir las escaleras, y su grupo la acompañó. Por fin nos encontrábamos to­dos en el exterior, al sol, la mayoría disfrutando de lo guapos que estaban. Riley reunió a todos para una se­sión rápida de entrenamiento; más que nada, pensé, para que todo el mundo se centrara. Les costó un minu­to, pero todos se dieron cuenta de que había llegado la hora, así que permanecieron más silenciosos y feroces. Notaba que la idea de un combate real -de que no sólo se les permitiese, sino que se les animase a descuartizar y quemar- era casi tan emocionante como salir de ca­za. A gente como Raoul, Jen y Sara la idea les resultaba atractiva.
Riley hizo hincapié en una estrategia que había esta­do intentando inculcarles en la cabeza los últimos días: una vez localizásemos al clan de los ojos amarillos, nos dividiríamos en dos grupos y los rodearíamos. Raoul cargaría contra ellos en un ataque frontal mientras que Kristie atacaría por un flanco. El plan cuadraba a la per­fección con el estilo de ambos, aunque yo no tenía muy claro que fueran a ser capaces de seguirlo en el fragor de la caza.
Cuando Riley llamó a todos tras una hora de entre­namiento, Fred empezó de inmediato a caminar de espaldas, hacia el norte; Riley tenía a los demás mirando al sur. Yo me quedé cerca de él, aunque no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Fred se detuvo cuando nos hallamos ya a unos cien metros de distancia, a la sombra de los abetos de la linde del bosque. Nadie nos vio ale­jarnos. Fred observaba a Riley, como si quisiera ver si ha­bía reparado en nuestra retirada. Riley comenzó a hablar.
-Nos marchamos ya. Sois fuertes y estáis prepara­dos. Y estáis sedientos, ¿verdad que sí? Podéis sentir cómo os quema. Estáis listos para el postre.
Tenía razón. Toda aquella sangre no había demora­do en absoluto el regreso de la sed. De hecho, aunque no estaba segura, pensé que tal vez pudiera estar vol­viendo más rápido y más fuerte de lo normal. Quizás el exceso de alimentación era en cierto sentido contra­producente.
-El clan de los ojos amarillos avanza despacio desde el sur y se alimenta por el camino, intentando fortale­cerse -dijo Riley-. Ella los ha estado observando, así que sé dónde encontrarlos. Ella se encontrará con nosotros allí, con Diego -lanzó una significativa mirada al lu­gar donde yo acababa de estar, frunció rápidamente el ceño y lo relajó con la misma celeridad-, y los arrasa­remos como un tsunami. Los arrollaremos, y después lo celebraremos. -Sonrió-. Alguien va a ser el primero en celebrarlo. Raoul, dame eso.
Riley extendió la mano con autoridad. Raoul le tiró a regañadientes la bolsa con la camisa. Parecía que Raoul estuviese intentando reclamar para sí la chica a fuerza de acaparar su olor.
-Volved a olería todos. ¡Concentraos!
¿Concentrarnos en la chica? ¿O en la lucha?
El propio Riley fue pasando esta vez la bolsa, prácti­camente como si quisiera asegurarse de que todo el mun­do estaba sediento, y por las reacciones pude ver que, como a mí, a ellos también les había vuelto el ardor. El olor de la camisa provocó malas caras y gruñidos. No era necesario pasarnos el olor de nuevo, no olvidábamos nada, así que aquello no debía de ser, probablemente, más que un test. El simple hecho de pensar en el olor de la chica hacía que se me llenase la boca de ponzoña.
-¿Estáis conmigo? -vociferó Riley. Todo el mundo ex­presó a gritos su acuerdo-. ¡Acabemos con ellos, chicos!
De nuevo como las barracudas, por tierra esta vez.
Fred no se movió, así que me quedé con él aunque sa­bía que estaba desperdiciando un tiempo que iba a nece­sitar. Si quería ir a por Diego y apartarlo de allí antes de que comenzase el combate, necesitaría encontrarme cer­ca de la parte frontal del ataque. Los vigilaba inquieta. Se­guía siendo más joven que la mayoría de ellos, más veloz.
-Riley no será capaz de pensar en mí durante unos veinte minutos más o menos -me dijo Fred en un tono informal y familiar, como si hubiésemos mantenido un millón de conversaciones en el pasado-. He estado cal­culando el tiempo. Si intenta acordarse de mí, se ma­reará, aunque nos separe una buena distancia.
-¿En serio? Eso es genial.
Fred sonrió.
-He estado practicando, registrando los efectos. Aho­ra soy capaz de hacerme invisible por completo. Nadie puede mirarme si yo no quiero que lo haga.
-Ya me he dado cuenta-le contesté, hice una pausa y le pregunté-: ¿Tú no vienes? Fred hizo un gesto negativo con la cabeza.
-Por supuesto que no. Es obvio que no nos están contando lo que tenemos que saber. Yo no voy a ser un peón de Riley. -Así que Fred lo había descubierto por su cuenta-. Tenía pensado haberme largado antes, pe­ro no quería irme sin haber hablado contigo y, hasta ahora, no hemos tenido oportunidad.
-Yo también quería hablar contigo -le dije-. Pensé que deberías saber que Riley nos ha estado mintiendo acerca del sol. Este rollo de los cuatro días es una com­pleta majadería. Creo que Shelly, Steve y los demás lo descubrieron también. Y en el fondo de esta guerra hay mucha más intriga política de lo que él nos ha contado. Hay más de un grupo de enemigos -lo dije a toda prisa.
Sentía el movimiento del sol con una presión terri­ble, el paso del tiempo. Tenía que llegar hasta Diego.
-No me sorprende -dijo Fred con calma-. Y lo dejo. Me voy a explorar por mi cuenta, a ver mundo. O me iba por mi cuenta, pero entonces pensé que tal vez tú qui­sieras venir también. Conmigo estarías bastante a salvo. Nadie podría seguirnos.
Titubeé un segundo. Resultaba difícil resistirse a la idea de la seguridad en aquel preciso momento.
-Tengo que ir a por Diego -le dije al tiempo que ha­cía un gesto negativo con la cabeza.
Asintió pensativo.
-Lo entiendo. ¿Sabes? Si estás dispuesta a respon­der por él, puedes traerlo contigo. Según parece, hay ve­ces que es útil contar con más gente.
-Sí -admití con fervor al recordar cuan vulnerable me había sentido en aquel árbol, con Diego, conforme avanzaban los cuatro encapuchados.
Arqueó una ceja ante mi tono de voz.
-Riley está mintiendo, al menos, acerca de otra cosa importante -le expliqué-. Ten cuidado. Se supone que no hemos de dejar que los humanos sepan de nosotros. Hay una rara especie de vampiros horribles que se dedi­can a pararle los pies a los aquelarres que actúan de un modo demasiado evidente. Los he visto, y tú no querrías que te encontrasen. Mantente a cubierto durante el día y caza con inteligencia. -Miré al sur con nerviosismo-. ¡Tengo que darme prisa!
El procesaba mis revelaciones con solemnidad.
-Muy bien. Podrás alcanzarme si quieres. Me gustaría que me contaras más. Te esperaré en Vancouver durante un día. Conozco la ciudad. Te dejaré un rastro... -sol­tó una carcajada- en Riley Park. Podrás seguir el rastro hasta mí, pero pasadas veinticuatro horas, me largaré.
-Iré a por Diego y te alcanzaremos.
-Buena suerte, Bree.
-¡Gracias, Fred! Buena suerte a ti también. ¡Nos ve­remos! -dije y empecé a correr.
-Eso espero -le oí decir a mi espalda.
Corrí a toda velocidad tras el rastro de los demás, volé a ras de suelo, más rápido de lo que jamás lo había hecho. La fortuna me sonrió, ya que se habían detenido para hacer algo -para que Riley les gritase, me imaginé-, porque les di alcance antes de lo que debía. O tal vez Ri­ley se había acordado de Fred y se había detenido a bus­carnos. Corrían a un ritmo constante cuando llegué a ellos semidisciplinados igual que la noche previa. In­tenté colarme en el grupo sin llamar la atención, pero vi que Riley volvía la cabeza para ver a los rezagados. Sus ojos apuntaron directamente hacia mí, y empezó a correr más rápido. ¿Habría supuesto que Fred estaba con­migo? Riley jamás volvería a ver a Fred.
No habían pasado ni cinco minutos cuando todo cambió.
Raoul captó el olor.
Salió disparado con un rugido salvaje. Riley nos te­nía tan frenéticos que bastó la más mínima chispa para provocar una explosión. Los que había cerca de Raoul también percibieron el olor y, entonces, todos se pusie­ron como locos. La insistencia de Riley en aquella hu­mana había ensombrecido el resto de instrucciones. Eramos cazadores, no un ejército. No había equipo. Era una carrera por la sangre.
Aun a sabiendas de que aquella historia estaba pla­gada de mentiras, yo no era capaz de resistirme por com­pleto al olor. Corriendo, como iba, al final del grupo, tuve que atravesarlo. Fresco. Intenso. La humana había estado aquí recientemente. Qué dulce era su olor. Me sentía fuerte gracias a toda la sangre que había bebido la noche anterior, pero daba igual. Estaba sedienta. Me quemaba.
Corrí detrás de los demás e intenté mantener la men­te despejada. Eso era todo lo que podía hacer para con­tenerme un poco: quedarme rezagada detrás de los demás. El más cercano a mí era Riley. ¿Estaría él... conte­niéndose también?
Gritaba órdenes, casi siempre lo mismo, se repetía.
-¡Kristie, rodéalos! ¡Vamos, rodéalos! ¡Dividios! ¡Kristie, Jen! ¡Separaos!
Todo su plan de la emboscada en dos flancos se esta­ba autodestruyendo ante nuestros ojos.
Riley aceleró hasta el grupo principal y agarró a Sara por el hombro. Ella le soltó un exabrupto cuando él le propinó un empujón hacia la izquierda. -¡Que os dividáis! -gritó él.
Agarró al chico rubio cuyo nombre jamás averigüé y lo tiró contra Sara, a quien no le hizo feliz, como quedó patente. Kristie perdió la concentración en la caza el tiempo justo para recordar que tenía que moverse estra­tégicamente. Lanzó una feroz mirada tras Raoul y éste comenzó a chillar a su equipo.
-¡Por aquí! ¡Más rápido! ¡Los cogeremos por el flan­co y llegaremos antes a ella! ¡Vamos!
-¡Voy en punta de lanza con Raoul! -le gritó Riley, que se daba la vuelta.
Vacilé, aunque seguía avanzando a la carrera. No deseaba formar parte de ninguna «punta de lanza», pe­ro en el equipo de Kristie ya se estaban revolviendo, los unos contra los otros. Sara tenía al chico rubio sujeto por la cabeza en una llave. El sonido que se produjo cuando le arrancó la cabeza tomó la decisión por mí. Salí a toda prisa detrás de Riley mientras me preguntaba si Sara se detendría a quemar al chico al que le gustaba hacer de Spiderman.
Me acerqué lo justo para ver a Riley por delante y le seguí a cierta distancia hasta que llegó al equipo de Raoul. El olor hacía que me resultase más difícil mante­ner la cabeza puesta en las cosas que importaban.
-¡Raoul! —vociferó Riley. Raoul gruñó sin darse la vuelta. Estaba totalmente sumergido en aquel olor tan dulce-. ¡Tengo que ayudar a Kristie! ¡Nos encontrare­mos allí! ¡Mantén la concentración!
Me detuve en seco, congelada por la incertidumbre.
Raoul siguió adelante sin señal alguna de respuesta a las palabras de Riley, quien redujo su marcha prime­ro a un trote y continuó caminando. Me tenía que haber apartado, pero él seguramente me habría oído al inten­tar esconderme. Se volvió con una sonrisa en el rostro y me vio.
-Bree, pensé que estabas con Kristie... No respondí.
-Me he enterado de que alguien está herido, Kristie me necesita más que Raoul -se apresuró a explicarme. -¿Nos estás... abandonando?
El rostro de Riley cambió. Era como si pudiese ver sus cambios de táctica escritos en sus facciones. Abrió mucho los ojos, de repente inquieto.
-Estoy preocupado, Bree. Os conté que ella venía a encontrarse con nosotros, a ayudarnos, pero no me he cruzado con su rastro. Algo va mal, tengo que encon­trarla.
-Pero no hay modo de que puedas encontrarla an­tes de que Raoul llegue hasta los de los ojos amarillos -señalé.
-Tengo que averiguar qué está pasando. -Parecía realmente desesperado-. La necesito. ¡Se suponía que yo no iba a hacer esto solo!
-Pero los demás...
-¡Bree, tengo que ir a buscarla! ¡Ahora! Sois sufi­cientes para arrasar al clan de los ojos amarillos. Volve­ré tan pronto como pueda.
Qué sincero sonaba. Indecisa, observé el trayecto que habíamos recorrido. A estas alturas, Fred ya estaría a medio camino de Vancouver. Riley ni siquiera me ha­bía preguntado por él. Quizás el talento de Fred aún le hiciese efecto.
-Diego está allá abajo -se apresuró a decir Riley-. Intervendrá en el primer ataque. ¿No has captado su olor allí atrás? ¿No te has acercado lo suficiente?
Absolutamente confundida, hice un gesto negativo con la cabeza.
-¿Diego estaba allí?
-Ahora estará con Raoul. Si te das prisa, puedes ayu­darle a salir vivo.
Nos miramos fijamente el uno al otro durante un in­terminable segundo. A continuación miré al sur, tras la senda de Raoul.
-Buena chica -dijo Riley-. Yo voy a buscarla a ella y volveremos para ayudaros en la limpieza. ¡Ya lo te­néis, chicos! ¡Para cuando llegues podría haber acaba­do todo!
Salió disparado en una dirección perpendicular a nuestra senda original. Apreté los dientes al ver qué se­guro estaba de su dirección. Mentiroso hasta el final.
Pero no pareció que me quedase ninguna otra op­ción. Me dirigí al sur en otra carrera frenética. Tenía que ir a por Diego. Llevármelo a rastras si era necesario. Podíamos alcanzar a Fred. O largarnos por nuestro la­do. Teníamos que huir. Le contaría a Diego cómo había mentido Riley. El vería que Riley no tenía intención de ayudarnos a combatir en una batalla que él mismo ha­bía preparado. No había razón alguna para seguir ayu­dándole.
Encontré el rastro de la humana y después el de Raoul. No percibí el de Diego. ¿Iba demasiado rápido? ¿O era que el olor humano me estaba dominando? La mitad de mi cabeza se sumergía absorta en aquella caza tan extrañamente perjudicial, porque si bien encontraríamos sin duda a la chica, ¿estaríamos en situación de luchar juntos cuando lo hiciésemos? No, nos descuarti­zaríamos los unos a los otros por conseguirla.
Entonces oí que más adelante estallaban los rugi­dos, los gritos y los aullidos y supe que se estaba produ­ciendo un combate y que era tarde para llegar allí antes que Diego. Lo que hice fue correr más rápido. Tal vez aún pudiese salvarle.
Olí el humo que el viento traía hasta mí: el dulce y denso olor de los vampiros al quemarse. El volumen del caos aumentó. Quizás estaba a punto de acabar. ¿Me en­contraría con nuestro aquelarre victorioso y a Diego es­perándome?
Atravesé disparada una densa barrera de humo y me encontré fuera del bosque, en una enorme pradera cubierta de hierba. Salté por encima de una roca y sólo en el instante en que pasé volando sobre ella me di cuen­ta de que se trataba de un torso decapitado.
Mis ojos recorrieron la pradera. Había restos de vampiros por doquier y una inmensa hoguera de la que ascendía un humo de color violeta al cielo soleado. Una vez fuera del banco neblinoso, pude ver unos cuerpos brillantes, deslumbrantes, que se lanzaban y forcejea­ban mientras el sonido del descuartizamiento de los vampiros proseguía sin cesar.
Buscaba una sola cosa: el pelo negro y rizado de Die­go. Sin embargo, ninguno de los que había podido dis­tinguir tenía el pelo tan oscuro. Había un vampiro enor­me con el pelo castaño, pero era demasiado grande, y justo cuando lo distinguí, vi como le arrancaba la cabe­za a

Kevin y la lanzaba al fuego antes de abalanzarse so­bre la espalda de algún otro. ¿Era Jen? Había uno más con el pelo lacio y negro, pero era demasiado pequeño para tratarse de Diego. Se movía tan rápido que ni si­quiera pude distinguir si era un chico o una chica.
Volví a otear con rapidez, con la sensación de hallar­me terriblemente expuesta. Reparé en los rostros. Ha­bía muy pocos vampiros allí, contando incluso a los que habían caído. No vi a nadie del grupo de Kristie. Ya te­nían que haber ardido un montón de vampiros. La ma­yor parte de los que aún quedaban en pie eran descono­cidos. Uno rubio se volvió hacia mí, nuestras miradas se cruzaron y sus ojos despidieron un brillo dorado a la luz del sol íbamos perdiendo. Mal asunto.
Comencé a retroceder hacia los árboles, pero no lo bastante rápido porque seguía buscando a Diego. No estaba allí. No había señal alguna de que hubiera esta­do jamás allí. Ni rastro de su olor, aunque podía distin­guir el de la mayoría de los miembros del equipo de Raoul y el de muchos desconocidos. Me obligué a mirar entre los restos, también. Ninguno de aquellos miem­bros pertenecía a Diego. Habría reconocido hasta un simple dedo.
Me volví y corrí de verdad hacia los árboles con la sú­bita certeza de que la presencia de Diego allí no era más que otra de las mentiras de Riley.
Y si Diego no estaba allí, entonces es que ya estaba muerto. Aquella pieza encajó con tanta facilidad que pensé que debía de saber la verdad hacía tiempo. Des­de el preciso instante en que Diego no entró detrás de Riley por la puerta del sótano. El ya se había ido.
Me había adentrado unos pocos metros entre los ár­boles cuando una fuerza demoledora me golpeó por la espalda y me tiró al suelo. Un brazo se deslizó bajo mi barbilla.
-¡Por favor! -sollocé, y lo que quería decir era «por favor, mátame rápido».
El brazo se mostró indeciso, y no opuse resistencia por mucho que mis instintos me empujasen a morder, desgarrar y descuartizar a mi enemigo. La parte más sensata de mí me decía que eso no iba a funcionar. Ri-ley también nos había mentido acerca de estos vampi­ros débiles y ancianos, y nosotros jamás tuvimos una oportunidad. Y aunque hubiera tenido opciones de vencer a éste, tampoco habría sido capaz de moverme. Diego se había ido, y aquel hecho cegador había asesi­nado mi capacidad de lucha.
De repente volaba por los aires. Me estrellé contra un árbol y caí al suelo. Tenía que haber intentado huir, pero Diego había muerto. No podía evadirme de aquello.
El vampiro rubio del claro no me quitaba ojo de en­cima, con el cuerpo listo para saltar. Parecía muy capa­citado, con una experiencia muy superior a la de Riley. Pero no arremetía contra mí. No era alguien enloque­cido como Raoul o Kristie. Se encontraba totalmente bajo control.
-Por favor -volví a decir con el deseo de que acaba­se de una vez con aquello-. No quiero luchar.
Aunque permanecía en guardia, su rostro cambió. Me miró de una forma que yo no terminaba de com­prender. Había una gran conciencia en aquel semblan­te, y algo más. ¿Empatía? Pena, al menos.
-Yo tampoco, niña -dijo en un tono de voz tranqui­lo y amable-. Sólo nos estamos defendiendo.
Haba tanta honestidad en aquellos extraños ojo amarillos, que me pregunté cómo había podido creer jamás los cuentos de Riley. Me sentí... culpable. Tal vez este aquelarre jamás hubiese planeado atacarnos en Seattle. ¿Cómo podía fiarme de nada de lo que me ha­bían contado?
-No lo sabíamos -me expliqué, hasta cierto punto avergonzada-. Riley mintió. Lo siento.
Se quedó escuchando por un instante, y me percaté de que el campo de batalla estaba en silencio. El comba­te había terminado.
De haberme quedado alguna duda acerca de quién era el vencedor, ésta se habría disipado cuando, un se­gundo después, una mujer vampiro con el pelo castaño y ondulado y los ojos amarillos se apresuró a llegar jun­to a él.
-¿Carlisle? -preguntó con voz confundida y la mira­da fija en mí.
-No quiere luchar -le dijo a la mujer.
Ella le tocó el brazo. Se encontraba aún en tensión, listo para abalanzarse.
-Parece aterrorizada, Carlisle. ¿No podríamos no­sotros...?
El rubio, Carlisle, le devolvió la mirada y entonces se irguió un poco, aunque yo aún le veía cauteloso.
-No tenemos ningún deseo de hacerte daño -me dijo la mujer. Su voz era suave, tranquilizadora-. No queríamos luchar con ninguno de vosotros.
-Lo siento -susurré otra vez.
No era capaz de hallarle un sentido al barullo que tenía en la cabeza. Diego había muerto, y eso era lo principal, algo devastador. Más allá de eso, el combate había concluido, mi aquelarre había sido derrotado y
mis enemigos eran los vencedores. Pero mi extermina­do aquelarre estaba lleno de gente a quien le habría en­cantado ver como ardía, y mis enemigos me hablaban con amabilidad cuando no tenían por qué hacerlo. Más aún, me sentía más segura con estos dos extraños de lo que jamás me había sentido con Raoul y con Kristie. Me proporcionaba alivio saber que estaban muertos. Qué confuso era todo.
-Niña -dijo Carlisle-, ¿te rendirías a nosotros? Si no intentas hacernos daño, te prometemos que nosotros tampoco te lo haremos a ti.
Y    yo le creía.
-Sí -susurré-. Sí, me rindo. No quiero herir a nadie.
Extendió su mano de un modo alentador.
-Ven, pequeña. Reagruparemos a nuestra familia en un momento, y luego te haremos algunas pregun­tas. Si respondes con honestidad, no tendrás nada que temer.
Me puse en pie lentamente, sin hacer ningún movi­miento que se pudiera considerar amenazador. -¿Carlisle? -llamó una voz masculina.
Y    entonces se unió a nosotros otro vampiro con los ojos amarillos. En cuanto lo vi, se desvaneció cualquier tipo de seguridad que había sentido con aquellos ex­traños.
Era rubio, como el primero, pero más alto y delga­do. Tenía la piel totalmente cubierta de cicatrices, me­nos espaciadas en la zona del cuello y de la mandíbula. Algunas de las marcas pequeñas que tenía en el brazo eran recientes, pero el resto no eran de la refriega de hoy. Había estado en más combates de los que me podía imaginar, y nunca había perdido. Sus ojos color miel refulgieron y su postura rezumó la violencia apenas con­tenida de un león furioso.
En cuanto me vio, se encorvó para saltar.
-Jasper! -le advirtió Carlisle.
Jasper se irguió un tanto y clavó en Carlisle sus ojos exageradamente abiertos.
-¿Qué está pasando aquí?
-No quiere luchar, se ha rendido.
El vampiro de las cicatrices frunció el ceño, y sentí una repentina e inesperada ola de frustración a pesar de no tener ni idea de qué era lo que me frustraba.
-Carlisle, yo... -vaciló Jasper, y prosiguió-: Lo sien­to, pero eso no es posible. No podemos permitir que los Vulturis nos relacionen con ninguno de estos neófitos cuando lleguen. ¿Te das cuenta del riesgo que eso su­pondría para nosotros?
No comprendía con exactitud aquellas palabras, pe­ro capté lo suficiente. Quería matarme.
-Jasper, es sólo una niña -protestó la mujer-. ¡No podemos matarla a sangre fría, sin más!
Resultaba extraño oírla hablar como si ambas fuéra­mos humanas, como si el asesinato fuese algo malo, al­go evitable.
-Esme, lo que está en peligro aquí es nuestra fami­lia. No podemos permitirnos el lujo de hacerles pensar que hemos roto esta norma.
La mujer, Esme, caminó hasta situarse entre el que quería matarme y yo. De un modo inaudito, me dio la espalda.
-No. No lo consentiré.
Carlisle me lanzó una mirada inquieta. Noté que aquella mujer le importaba muchísimo. Yo habría mirado igual a cualquiera que se hallase a la espalda de Die­go. Intenté mostrarme tan dócil como me sentía.
-Jasper, creo que tenemos que arriesgarnos -dijo Carlisle con lentitud-. Nosotros no somos los Vulturis. Seguimos sus normas, pero no disponemos de las vidas de los demás a la ligera. Nos explicaremos.
-Podrían pensar que hemos creado nuestros pro­pios neófitos para defendernos.
-Pero no lo hemos hecho. Y aun así, de haberlo he­cho, aquí no se ha producido ninguna indiscreción, só­lo en Seattle. No hay ninguna ley contra la creación de vampiros siempre que los controles.
-Es demasiado peligroso.
Carlisle tocó a Jasper en el hombro para tantearle.
-Jasper, no podemos matar a esta niña.
Jasper le puso mala cara al hombre de la mirada amable y, de repente, sentí que me enfadaba. El no iba a hacer daño al vampiro agradable ni a la mujer que amaba, sin duda. Suspiró, y supe que todo iba bien. Mi ira se esfumó.
-Esto no me gusta -dijo, pero ya estaba más calma­do-. Dejad al menos que yo me haga cargo de ella. Vo­sotros dos no sabéis cómo manejar a alguien que ha es­tado tanto tiempo fuera de control.
-Por supuesto, Jasper -concedió la mujer-. Pero sé amable.
Jasper puso los ojos en blanco.
-Tenemos que unirnos a los demás. Alice ha dicho que no disponemos de mucho tiempo.
Carlisle asintió, le ofreció su mano a Esme, se diri­gieron de vuelta al claro y dejaron atrás a Jasper.
-Eh, tú -me dijo Jasper, de nuevo con acritud-. Ven con nosotros. No hagas un movimiento en falso o acabo contigo.
Volví a sentir ira cuando me fulminó con la mirada, y una pequeña parte de mí quiso rugirle y enseñarle los dientes, pero me dio la sensación de que ésa era justo la excusa que él estaba buscando.
Jasper se detuvo, como si se le acabase de ocurrir algo.
-Cierra los ojos -me ordenó. Yo vacilé. ¿Había deci­dido matarme después de todo?-. ¡Hazlo!
Apreté los dientes y cerré los ojos. Me sentí el doble de indefensa que antes.
-Sigue el sonido de mi voz y no abras los ojos. Ábrelos y estás perdida, ¿lo pillas?
Asentí y me pregunté qué sería lo que no quería que viese. Sentí un cierto alivio de que se preocupase por proteger un secreto. No había razón para hacerlo si es que pretendía matarme sin más.
-Por aquí.
Fui caminando lentamente detrás de él, con cuida­do de no proporcionarle excusas. Fue considerado en la forma en que me guió; al menos no hizo que me die­ra contra un árbol. Percibí como cambió el sonido cuan­do salimos a cielo abierto; la sensación del viento era también distinta, y el olor de mi aquelarre ardiendo era más intenso. Podía sentir el calor del sol en la cara, y el interior de mis párpados se volvió más luminoso cuando empecé a brillar.
Me condujo cada vez más cerca del amortiguado crepitar de las llamas, tan cerca que pude sentir como el humo acariciaba mi piel. Era consciente de que me po­día haber matado en cualquier momento, pero la pro­ximidad del fuego seguía poniéndome nerviosa. 
-Siéntate aquí. Los ojos cerrados.
El suelo estaba templado por el sol y el fuego. Me quedé muy quieta e intenté concentrarme en parecer inofensiva, pero sentía su fulminante mirada sobre mí y eso me inquietaba. Aunque no odiaba a aquellos vampi­ros -de verdad creía que se estaban defendiendo-, sen­tí unos extrañísimos indicios de ira, prácticamente fue­ra de mí, como si se tratase de algún eco remanente del combate que acababa de tener lugar.
No obstante, la ira no hizo que me volviese estúpi­da, porque estaba demasiado triste, afligida en lo más hondo de mi ser. Diego estaba siempre en mis pensa­mientos, y no podía dejar de darle vueltas a cómo ha­bría muerto.
Tenía la certeza de que era imposible que Diego le hubiera contado a Riley de forma voluntaria nuestros secretos: unos secretos que me habían dado motivos para confiar en Riley lo justo hasta que ya fue demasia­do tarde. Volví a ver el rostro de Riley en mi imagina­ción, aquella expresión fría, suave, que había adoptado cuando nos amenazó con castigar a aquel que no se com­portase. Volví a oír su macabra y curiosamente deta­llada descripción: «Cuando os lleve ante ella y os sujete mientras os arranca las piernas y después, despacio, muy despacio, os quema los dedos de las manos, las ore­jas, los labios, la lengua y cualquier otro apéndice su­perficial uno por uno».
Ahora me daba cuenta de que había estado escu­chando la descripción de la muerte de Diego.
Aquella noche había tenido la certeza de que algo había cambiado en Riley. Matar a Diego fue lo que cam­bió a Riley, lo endureció. Sólo me creía una de las cosas que Riley me hubo contado jamás: él valoraba a Diego mucho más que a ninguno de nosotros. Incluso le apre­ciaba. Y aun así presenció cómo nuestra creadora le tor­turaba. Riley sin duda había colaborado, había matado a Diego con ella.
Me pregunté cuánto dolor sería necesario para lo­grar que yo traicionase a Diego. Me imagine que haría falta mucho. Y tuve la seguridad de que había hecho fal­ta la misma cantidad, como mínimo, para lograr que Diego me traicionase a mí.
Sentí náuseas. Deseaba cuanto antes quitarme de la cabeza la imagen de Diego agonizando entre gritos, pe­ro no desaparecía.
Y entonces se produjo un griterío en el claro.
Mis párpados titubearon, pero Jasper me gruñó fu­rioso, y los apreté de golpe. No había visto nada excep­to el denso humo de color azul lavanda.
Oí gritos y un aullido extraño, salvaje. Sonó muy al­to, y a continuación muchos más. No fui capaz de ima­ginar cómo había de contorsionarse un rostro para ge­nerar tal ruido, y el desconocimiento convertía el sonido en algo más aterrador si cabe. Aquel clan de los ojos amarillos era muy diferente de todos nosotros. O de mí, supongo, ya que era la única que quedaba. A estas altu­ras, ya hacía rato que Riley y nuestra creadora habían echado a volar.
Oí como llamaban a gritos a algunos nombres: Ja­cob, Leah, Sam. Había una gran cantidad de voces distin­tas, a pesar de que los aullidos proseguían. Estaba claro que Riley también nos había mentido acerca del núme­ro de vampiros que había allí.
El sonido de los aullidos fue disminuyendo hasta convertirse en sólo una voz, un alarido inhumano y agó­nico que me hacía apretar los dientes. Pude ver con cla­ridad el rostro de Diego en mi imaginación, y el sonido era como si él gritase.
Oí la voz de Carlisle que hablaba por encima de las demás voces y del aullido. Rogaba que le dejasen ver algo.
-Por favor, dejadme echar un vistazo. Dejadme ayu­daros, por favor.
No oí que nadie discutiese con él, pero por alguna razón, el tono de su voz daba a entender que tenía las de perder en la disputa.
Y entonces el alarido alcanzó una nueva cota de es­tridencia, y Carlisle dijo un repentino «gracias» en un tono cargado de sentimiento. Bajo el alarido se oía mu­cho movimiento, el de muchos cuerpos. Muchos pasos corpulentos que se acercaban.
Escuché con mayor atención y oí algo inesperado e imposible. Junto con una respiración muy profunda -y en mi aquelarre nunca había oído a nadie respirar así-, el sonido de docenas de martilleos pronunciados. Ca­si como... los latidos de un corazón; aunque no un co­razón humano, sin duda. Conocía muy bien ese sonido en particular. Me esforcé en olisquear, pero el viento so­plaba en la dirección opuesta, y sólo pude oler el humo.
Sin el previo aviso de ningún sonido, algo me tocó y me presionó con fuerza a ambos lados de la cabeza.
Abrí los ojos presa del pánico al tiempo que sacudí la cabeza hacia arriba en un intento por zafarme de la sujeción, y de inmediato me encontré con la mirada de advertencia de Jasper, a cinco centímetros de mi cara.
-Basta -me dijo con brusquedad y de un empujón me volvió a sentar en el suelo. Sólo podía oírle a él y me di cuenta de que eran sus manos las que me estaban presionando con fuerza la cabeza, me tapaban los oídos por completo—. Cierra los ojos -me volvió a ordenar, probablemente a un volumen normal, pero para mí no fue más que un susurro.
Me esforcé en calmarme y en volver a cerrar los ojos. Había cosas que no querían que oyese, tampoco. Podía vivir con eso, si es que significaba que podría vivir.
Por un instante se me apareció el rostro de Fred contra mis párpados. Dijo que iba a esperarme un día. Me preguntaba si mantendría su palabra. Ojalá hubiera podido contarle la verdad sobre el clan de los ojos ama­rillos y cuánto más parecía haber allí que nosotros des­conocíamos. Todo un mundo del que nada sabíamos, en realidad.
Qué interesante sería explorar ese mundo, en parti­cular con alguien que me podía hacer invisible y poner­me a salvo.
Pero Diego se había ido, no vendría conmigo a bus­car a Fred. Eso hacía que imaginarme el futuro me re­sultase casi repugnante.
Aún podía oír algo de lo que estaba pasando, pero sólo los aullidos y unas pocas voces. Fueran lo que fuesen aquellos martilleos extraños, estaban ahora demasiado amortiguados como para que los pudiese examinar.
Unos pocos minutos más tarde, distinguí algunas pa­labras, cuando Carlisle dijo:
-Tenéis que... -por un instante bajó demasiado la voz, y después- de aquí ahora. Si pudiéramos, os ayuda­ríamos, pero no podemos marcharnos.
Se produjo un gruñido, aunque, por extraño que pareciese, no era amenazador.
El alarido se convirtió en un quejido lejano y desapareció lentamente, como si se estuviese alejando de mí.
Luego vino el silencio durante unos pocos minutos. Oí unas cuantas voces hablando en un volumen muy bajo, Carlisle y Esme entre ellas, y también otras que no conocía. Ojalá fuese capaz de oler algo. La combinación de estar a ciegas con el sonido amortiguado me obliga­ba a esforzarme por conseguir alguna información pro­cedente de mis sentidos, pero todo cuanto podía oler era el horrible dulzor del humo.
Hubo una voz, más aguda y más clara que las demás, que pude oír casi con facilidad.
-Otros cinco minutos -oí decir a quienquiera que fuese, pero estaba segura de que se trataba de una chi­ca-. Bella abrirá los ojos dentro de treinta y siete segun­dos. No tengo duda alguna de que ya nos escucha.
Intenté comprenderlo. ¿Estaban obligando a alguien más a mantener los ojos cerrados? ¿Creía ella que yo me llamaba Bella? No le había dicho a nadie cómo me lla­maba. Volví a hacer un esfuerzo por oler algo.
Más murmullos. Pensé que una voz sonó fuera de tono, pero no pude reconocerla en absoluto. De todas formas, no podía estar segura con las manos de Jasper tan afianzadas sobre mis oídos.
-Tres minutos -dijo la voz aguda y clara.
Jasper apartó las manos de mis oídos.
-Será mejor que abras los ojos -me dijo desde unos pasos de distancia.
Me asustó el modo en que lo dijo. Miré rápidamen­te a mí alrededor en busca del peligro que se adivinaba en su voz.
 Todo mi campo de visión estaba obstaculizado por el humo oscuro. Jasper fruncía el ceño muy cerca de mí. Apretaba los dientes y me observaba con una expre­sión casi... aterrorizada. No como si me tuviese miedo a mí, sino como si lo tuviese debido a mí. Me acordé de lo que él había dicho antes, aquello de que yo les pondría en peligro con algo llamado Vulturis. Me pregunté qué serían estos Vulturis. No era capaz de imaginarme nada a lo que este vampiro, peligroso y lleno de cicatrices, tu­viese miedo.
Detrás de Jasper, cuatro vampiros se distribuían en una línea irregular, dándome la espalda. Uno era Esme, con ella había una mujer alta y rubia, una chica menu­da con el pelo negro y un vampiro con el pelo oscuro, tan grande que daba miedo sólo de mirarlo; era el mis­mo a quien yo había visto matar a Kevin. Me imaginé por un momento a aquel vampiro agarrando a Raoul. Resultaba una imagen extrañamente agradable.
Había otros tres vampiros detrás del corpulento pe­ro, con él en medio, no podía ver con claridad lo que hacían. Carlisle se encontraba de rodillas en el suelo y, junto a él, había otro con el pelo rojizo y oscuro. Había otra silueta tumbada en el suelo, pero no podía ver mu­cho de ésta, sólo unos vaqueros y unas pequeñas botas marrones. O bien se trataba de una chica, o bien de un muchacho joven. Me pregunté si estarían recomponien­do a aquel vampiro.
De manera que había un total de ocho con los ojos amarillos, además de todos aquellos aullidos de antes, fueran el extraño tipo de vampiros que fuesen; había percibido ocho voces diferentes más. Dieciséis, tal vez más. Más del doble de lo que Riley nos había dicho que nos encontraríamos.
Me sorprendí a mí misma con el fiero deseo de que aquellos vampiros de las capas oscuras atrapasen a Riley y le hiciesen sufrir.
El vampiro del suelo comenzó a ponerse lentamen­te en pie; se movía sin elegancia ninguna, casi como si fuera un torpe humano.
La brisa cambió y sopló de forma que el humo nos envolvió a Jasper y a mí. Por un momento, todo fue in­visible excepto él. Aunque ya no estaba tan a ciegas co­mo antes, de repente me sentí mucho más inquieta por algún motivo. Fue como si pudiera sentir la ansiedad que emanaba del vampiro que estaba a mi lado.
En un segundo volvió a cambiar la leve ráfaga de viento y pude ver y oler todo.
Jasper me siseó furioso y me empujó de nuevo para tirarme al suelo de mi postura en cuclillas.
Era ella... La humana a la que había ido a cazar ape­nas unos minutos antes. El olor en el que todo mi cuer­po se había concentrado. El dulce y húmedo olor de la sangre más deliciosa que jamás había rastreado. Era como si me ardiesen la boca y la garganta.
Intenté aferrarme como pude a mi racionalidad -concentrarme en el hecho de que Jasper estaba ahí es­perando a que volviese a saltar para poder matarme-, pero sólo una parte de mí era capaz de hacerlo. Al in­tentar quedarme donde estaba me sentía como si estu­viese a punto de partirme por la mitad.
La humana de nombre Bella me miró fijamente con unos aturdidos ojos pardos. Mirarla hizo que empeora­se la sensación de sed que me atenazaba. A través de su fina piel podía ver el fluir de su sangre. Intenté mirar a cualquier otro sitio, pero mis ojos acababan girando para regresar a ella. Entonces el pelirrojo se dirigió a ella en un tono muy bajo de voz.
-Se rindió. Nunca antes había visto algo semejan­te. Sólo a Carlisle se le ocurriría la oferta. Jasper no lo aprueba.
Carlisle se lo tuvo que haber contado cuando yo te­nía los oídos tapados.
Aquel vampiro rodeaba a la chica humana con am­bos brazos, y ella tenía las dos manos apretadas contra el pecho de él y la garganta a escasos centímetros de su boca, pero no parecía tenerle miedo en absoluto. Y él tampoco tenía aspecto de estar de caza. Había intenta­do hacerme a la idea de un aquelarre que apreciase a un humano, pero esto ni siquiera se acercaba a lo que yo había imaginado. De haber sido ella un vampiro, ha­bría dado por supuesto que estaban juntos.
-¿Le pasa algo a Jasper? -susurró la humana.
-Está bien, pero le escuece el veneno -contestó.
-¿Le han mordido? -preguntó, como si le horrori­zase la idea.
¿Quién era esa chica? ¿Por qué le permitían los vam­piros estar con ellos? ¿Por qué no la habían matado aún? Era como si ella formase parte de este mundo y, sin embargo, no entendía su realidad. Por supuesto que habían mordido a Jasper. Acababa de combatir -y de destruir- a todo mi aquelarre. ¿Sabría esta chica siquie­ra lo que éramos?
¡Agh, el ardor en mi garganta era inaguantable! In­tenté no pensar en aplacarlo con su sangre, ¡pero el viento me traía su olor directo a la cara! Era demasiado tarde para no perder la cabeza: había olido a la presa que estaba rastreando, y ya nada podía cambiar eso.
-Pretendía estar en todas partes al mismo tiempo -le dijo el pelirrojo a la humana-, sobre todo para ase­gurarse de que Alice no tenía nada que hacer. -Hizo un gesto negativo con la cabeza al tiempo que miraba a la chica menuda del pelo negro-. Ella no necesita la ayu­da de nadie.
La vampira llamada Alice lanzó una mirada a Jasper.
-Tontorrón sobreprotector -le dijo con su tono agu­do y claro de voz.
Jasper le devolvió la mirada con una media sonrisa y el aspecto de haberse olvidado de mi existencia por un segundo.
Apenas era capaz de combatir el instinto que quería que utilizase ese lapsus y me abalanzase sobre la chica humana. Sería cuestión de menos de un instante y su cá­lida sangre -sangre que podía oír cómo bombeaba su co­razón- aplacaría el ardor. Estaba tan cerca...
El vampiro con el pelo rojizo y oscuro lanzó sus ojos sobre los míos con un aviso feroz en la mirada, y fui consciente de que moriría si me lanzaba a por la chica, pero la agonía que dominaba mi garganta ya me hacía sentir que moriría igualmente si no lo hacía. Me dolía tanto que solté un aullido de frustración.
Jasper me gruñó, e intenté no moverme a pesar de que me sentía como si el olor de aquella sangre fuese una mano gigantesca que tirase de mí y me levantase del suelo. Jamás había intentado evitar alimentarme una vez entregada a una caza. Escarbé con las manos en el suelo en busca de algo a lo que agarrarme, pero no encontré nada. Jasper se apostó en guardia y, aun consciente de hallarme a dos segundos de la muerte, no me veía capaz de canalizar mis pensamientos dominados por la sed.
Y entonces Carlisle apareció allí, con la mano so­bre el hombro de Jasper. Me miró con sus ojos amables, tranquilos.
-¿Has cambiado de idea, jovencita? -me preguntó-. No tenemos especial interés en acabar contigo, pero lo haremos si no eres capaz de controlarte.
-¿Cómo podéis soportarlo? -le pregunté casi en to­no de súplica. ¿Es que él no sentía aquel ardor?-. La quiero.
La miré fijamente en el desesperado deseo de que se desvaneciese la distancia entre nosotras. Arañé inútil­mente el suelo rocoso con los dedos.
-Debes refrenarte -dijo Carlisle con solemnidad-. Debes ejercitar tu autocontrol. Es posible y es lo único que ahora puede salvarte.
Si ser capaz de tolerar a la humana del modo en que lo hacían estos vampiros extraños era mi única esperan­za de sobrevivir, entonces ya estaba condenada. No po­día aguantar el fuego. Y además, en lo referente a la su­pervivencia, mi mente estaba dividida. No quería morir, no deseaba el dolor, pero ¿qué sentido tenía vivir? Los demás habían muerto. Diego llevaba días muerto.
Tenía su nombre en la punta de la lengua. Mis la­bios casi lo pronunciaron en voz alta. En cambio, mis manos se aferraron a mi cabeza e intenté pensar en algo que no me doliese. Ni en la chica ni en Diego. No fun­cionó demasiado bien.
-¿No deberíamos alejarnos de ella? -susurró la hu­mana.
Aquello me desconcentró. Mis ojos se volvieron a clavar en Bella. Qué fina y tersa era su piel. Podía verle el pulso en el cuello.
-Tenemos que permanecer aquí -dijo el vampiro del que estaba colgada la chica-. Ellos están a punto de entrar en el claro por el lado norte.
¿Ellos? Miré al norte, pero no había nada allí ex­cepto humo. ¿Se refería a Riley y a mi creadora? Sentí un nuevo escalofrío de pánico seguido de un pequeño vuelco de esperanza. No había forma de que ni ella ni Riley plantasen cara a estos vampiros que habían mata­do a tantos de nosotros, ¿verdad que no? Aunque se hu­biesen marchado los de los aullidos, Jasper tenía pinta de bastarse él solo para enfrentarse a ellos dos.
¿O se refería a los misteriosos Vulturis?
El viento volvió a traer el olor de la chica hacia mi rostro, y mis pensamientos se dispersaron. La observé, sedienta.
La chica me sostuvo la mirada, pero su expresión fue muy distinta de como tenía que haber sido. A pesar de sentir que tenía el labio retraído sobre los dientes, a pesar de que estaba temblando por el esfuerzo de repri­mirme y no lanzarme sobre ella, la humana no parecía tenerme miedo. En cambio, parecía fascinada. Tenía prácticamente el aspecto de querer hablar conmigo: co­mo si tuviera una pregunta que deseara que le respon­diese.
Carlisle y Jasper comenzaron entonces a apartarse del fuego -y de mí- y a cerrar filas con los demás y con la humana. Todos ellos tenían el aspecto de estar miran­do más allá del humo, de manera que, fuera lo que fue­se lo que les asustaba, se encontraba más cerca de mí que de ellos. Me aproximé más al humo a pesar de las llamas cercanas. ¿Debería salir corriendo? ¿Estaban lo suficientemente distraídos como para que me pudiese escapar? ¿Adonde iría? ¿A buscar a Fred? ¿Por mi cuen­ta? ¿A buscar a Riley y a hacerle pagar por lo que le ha­bía hecho a Diego?
Mientras yo vacilaba bajo el efecto hipnótico de aquella última idea, el momento pasó. Oí movimiento al norte y vi que estaba atrapada entre el clan de los ojos amarillos y lo que fuera que se acercase.
-Aja-dijo una voz carente de inflexión desde detrás del humo.
Bastó esa única palabra para que supiese quién era sin posibilidad de error y, de no haberme quedado pe­trificada, congelada por el terror inconsciente, habría salido pitando.
Eran los encapuchados.
¿Qué significaba aquello? ¿Iba a estallar otra gue­rra? Sabía que los vampiros de las capas oscuras desea­ban el éxito de mi creadora a la hora de destruir al clan de los ojos amarillos. Estaba claro que mi creadora ha­bía fracasado. ¿Significaba eso que la matarían? ¿O ma­tarían en cambio a Carlisle, a Esme y a los demás pre­sentes? De haber dependido de mí la decisión, tenía muy claro a quién querría ver muerta, y no era a mis captores precisamente.
Los vampiros de las capas oscuras atravesaron el va­por de un modo fantasmal para quedarse frente al clan de los ojos amarillos. Ninguno de ellos volvió la mirada hacia mí. Permanecí absolutamente inmóvil.
Eran sólo cuatro, como la última vez, pero no supo­nía una gran diferencia que los vampiros de los ojos amarillos fueran siete. Estaba claro que éstos recelaban de los encapuchados tanto como Riley y mi creadora. Había mucho más bajo aquellas capas de lo que veían mis ojos, pero sin duda podía sentirlo. Éstos eran los ver­dugos y a ellos no se les derrotaba.
-Bienvenida, Jane -dijo el que abrazaba a la humana.
Se conocían, pero la voz del pelirrojo no era amisto­sa, aunque tampoco débil ni con las ansias de agradar­les de la de Riley, ni con el terror furioso presente en la de mi creadora. Su voz era simplemente fría, educada y nada sorprendida. ¿Así que estos de las capas oscuras eran los Vulturis?
La pequeña vampira que iba al frente del grupo de las túnicas -Jane, al parecer- examinó con pausa a los sie­te vampiros de los ojos amarillos y a la humana, y, final­mente, volvió la cabeza hacia mí. Por primera vez le vi la cara. Era más joven que yo, pero también mucho ma­yor, supuse. Sus ojos poseían el tono aterciopelado de las rosas de color burdeos. Consciente de que era dema­siado tarde para pasar desapercibida, bajé la cabeza y me la cubrí con ambas manos. Tal vez, si quedase patente que no quería luchar, Jane me tratase como lo había he­cho Carlisle. Aunque no albergaba muchas esperanzas.
-No lo comprendo.
La anodina voz de Jane delató un ligero tinte de mo­lestia.
-Se ha rendido -le explicó el pelirrojo.
-¿Rendido? -le preguntó Jane de forma brusca.
Levanté la vista y vi a los vampiros de las túnicas os­curas intercambiar miradas. El pelirrojo afirmó que nunca había visto a nadie rendirse. Quizás estos de las túnicas tampoco.
-Carlisle le dio esa opción -dijo el pelirrojo, que pa­recía ser el portavoz de los vampiros de los ojos amari­llos, aunque pensé que Carlisle sería el líder del clan.
-No hay opciones para quienes quebrantan las reglas -dijo Jane con su voz carente de inflexión de nuevo.
Se me helaron los huesos, pero dejé de sentir páni­co. Qué inevitable parecía todo ya.
Carlisle respondió a Jane en un tono de voz suave.
-Está en vuestras manos. No vi necesario aniquilarla en tanto se mostró voluntariamente dispuesta a dejar de atacarnos. Nadie le ha enseñado las reglas.
Aunque sus palabras eran neutrales, llegué práctica­mente a pensar que estaba intercediendo por mí. Pero, tal como él mismo había dicho, mi destino no depen­día de él.
-Eso es irrelevante -confirmó Jane. -Como desees.
Jane se quedó mirando fijamente a Carlisle con un semblante que reflejaba confusión y frustración a par­tes iguales. Hizo un gesto negativo con la cabeza, y su rostro se tornó de nuevo inescrutable.
-Aro deseaba que llegáramos tan al oeste para verte, Carlisle -dijo Jane-. Te envía saludos.
-Os agradecería que le transmitierais a él los míos -respondió él.
Jane sonrió.
-Por supuesto -dijo y sus ojos se volvieron de nuevo hacia mí. Las comisuras de sus labios aún conservaban una ligera sonrisa-. Parece que hoy habéis hecho nues­tro trabajo... Bueno, casi todo. Sólo por curiosidad pro­fesional, ¿cuántos eran? Ocasionaron una buena olea­da de destrucción en Seattle.
Hablaba de un trabajo y de cuestiones profesiona­les. Había acertado entonces: el castigo era su profe­sión. Y si había alguien que ejecutaba  el castigo, entonces tenía que haber normas. Carlisle había dicho antes: «Seguimos sus normas», y también: «No hay ninguna ley contra la creación de vampiros siempre que los con­troles». Riley y mi creadora estaban asustados, pero no exactamente sorprendidos ante la llegada de los enca­puchados, estos Vulturis. Eran conscientes de las leyes y sabían que las estaban quebrantando. ¿Por qué no nos lo habían dicho a nosotros? Y había más Vulturis aparte de estos cuatro, alguien que se llamaba Aro y es proba­ble que muchos más. Tenía que haber muchos para que todo el mundo los temiese tanto.
Carlisle respondió a la pregunta de Jane.
-Dieciocho, contándola a ella.
Se produjo un murmullo apenas audible entre los cuatro vampiros de las capas oscuras.
-¿Dieciocho? –repitió Jane con un asomo de sorpre­sa en su voz.
Nuestra creadora nunca le contó a Jane cuántos de nosotros había hecho. ¿Estaba Jane realmente sorpren­dida, o sólo lo estaba fingiendo?
-Todos recién salidos del horno -contestó Carlisle-. Ninguno estaba cualificado.
Ni cualificado ni informado, gracias a Riley. Empe­zaba a tener una idea de cómo nos veían estos vampiros tan mayores. «Neófita», me había llamado Jasper. Re­cién nacida, como un bebé.
-¿Ninguno? -La voz de Jane se endureció-. Enton­ces, ¿quién los creó?
Como si no se conociesen ya. Esta Jane era una men­tirosa aún mayor que Riley, y se le daba mucho mejor que a él.
-Se llamaba Victoria -respondió el pelirrojo.
¿Cómo podía él saberlo cuando ni siquiera yo lo sa­bía? Recordé que Riley nos había dicho que uno de ellos podía leer la mente. ¿Era así como se enteraban de to­do? ¿O se trataba de otra de las mentiras de Riley?
-¿Se ZZaraa¿>a?-preguntó Jane.
El pelirrojo señaló en dirección este con un movi­miento de la cabeza. Levanté la vista y vi una densa nube de humo de color lila que ascendía desde la lade­ra de la montaña.
Se llamaba. Sentí un placer similar al que me había producido imaginarme al vampiro corpulento descuar­tizando a Raoul. Sólo que mucho, mucho mayor.
-La tal Victoria... -preguntó Jane lentamente-. ¿Se contabiliza aparte de estos dieciocho?
-Sí -le confirmó el pelirrojo-. Iba en compañía de otro vampiro, que no era tan joven como esta de aquí, pero no tendría más de un año.
Riley. Mi inmenso placer se intensificó. Si yo mo­ría... vale, cuando muriese hoy, no me dejaría ese cabo suelto al menos. Diego había sido vengado. Casi esbocé una sonrisa.
-Veinte -susurró Jane. O bien aquello era más de lo que esperaba, o bien era una actriz de narices-. ¿Quién acabó con la creadora?
-Yo -dijo el pelirrojo con frialdad.
Fuera quien fuese este vampiro, ya llevase consigo a su humana del alma o no, se contaba a partir de ahora entre mis mejores amigos. Aunque fuese él quien aca­base matándome hoy, aún seguiría en deuda con él.
Jane se volvió hacia mí y me miró con los ojos entre­cerrados.
-Eh, tú -me gruñó-, ¿cómo te llamas? Según ella, yo ya estaba muerta, así que, ¿por qué iba a darle a esta embustera nada de lo que quisiese? Me limité a mirarla desafiante.
Jane me sonrió. La luminosa y alegre sonrisa de un niño inocente y, de forma súbita, sentí que me quemaba. Fue como si hubiese retrocedido en el tiempo hasta la peor noche de mi vida. El fuego recorría cada vena de mi cuerpo, se apoderaba de cada centímetro de mi piel, roía todos y cada uno de mis huesos hasta la médu­la. Era como si me hubiesen enterrado viva en la pira funeraria de mi propio aquelarre, envuelta en llamas. Hasta la última célula de mi cuerpo refulgía en la peor agonía imaginable. El dolor en los oídos me impedía prácticamente oír mis propios gritos.
-¿Cómo te llamas? -volvió a preguntar Jane, y en cuanto habló, el fuego desapareció.
Así, por las buenas, como si sólo hubieran sido ima­ginaciones mías.
-Bree -dije tan rápido como pude y entre jadeos aunque el dolor ya no estaba presente.
Jane volvió a sonreír y el fuego se apoderó de todo. ¿Cuánto dolor sería necesario para causarme la muer­te? Me pareció que los gritos ya no surgían de mi inte­rior. ¿Por qué no me arrancaba nadie la cabeza? Carlis­le tendría la amabilidad de hacerlo, ¿verdad que sí?; o quienquiera que fuese capaz de leer la mente entre ellos, ¿es que no podía entenderme y poner fin a esto?
-Te contará todo lo que quieras saber -masculló el pelirrojo-. No es necesario que hagas eso.
El dolor se desvaneció de nuevo, como si Jane hu­biera apagado un interruptor. Me vi con la cara en el suelo, boqueando como si me faltase el aire.
-Ya lo sé -oí decir a Jane alegremente-. ¿Bree? -me estremecí cuando pronunció mi nombre, pero el dolor no regresó-. ¿Es cierto eso, Bree? -me preguntó-. ¿Erais veinte?
Las palabras salieron veloces de mi boca.
-Diecinueve o veinte, quizá más, ¡no lo sé! Sara y otro cuyo nombre no conozco se enzarzaron en una pe­lea durante el camino...
Me quedé esperando a que el dolor me castigase de nuevo por no tener una respuesta mejor, pero en cam­bio, Jane continuó la conversación.
-Y esa tal Victoria... ¿Fue ella quien os creó?
-Y yo qué sé -admití aterrorizada-. Riley nunca nos dijo su nombre y esa noche no vi nada... Estaba oscuro y dolía. -Sentí una convulsión-. El no quería que pensá­ramos en ella. Nos dijo que nuestros pensamientos no eran seguros.
Jane lanzó una mirada al pelirrojo y volvió a clavar sus ojos en mí.
-Háblame de Riley -dijo-. ¿Por qué os trajo aquí?
Recité las mentiras de Riley tan rápido como pude.
-Nos dijo que debíamos destruir a los raros esos de ojos amarillos. Según él, iba a ser pan comido. Nos ex­plicó que la ciudad era suya y que iban a venir a por no­sotros. Toda la sangre sería para nosotros en cuanto desaparecieran. Nos dio su olor. -Hice un gesto para se­ñalar en la dirección de la humana-. Dijo que identifi­caríamos al aquelarre en cuestión gracias a ella, que es­taría con ellos. Prometió que ella sería para el primero que la tomara.
-Parece que Riley se equivocó en lo relativo a la faci­lidad –comentó Jane en un tonillo de guasa.
A Jane parecía agradarle mi versión de la historia. En un fogonazo de intuición, comprendí que se había sentido aliviada de que Riley no me hubiese hablado a mí, ni a los demás, de su breve visita a nuestra crea­dora. Victoria. Esta era la versión que Jane quería que llegase al clan de los ojos amarillos: la que no la impli­caba a ella ni a los Vulturis estos con sus oscuras túnicas. Muy bien, yo le podía seguir el juego. Con un poco de suerte, el que pudiese leer la mente ya estaría al tanto de todo.
No me podía vengar físicamente de aquel mons­truo, pero a través de mis pensamientos le podía contar todo a los vampiros de los ojos amarillos. Así lo espera­ba, al menos.
Asentí, admití la bromita de Jane y me incorporé, aún sentada, porque deseaba atraer la atención del que podía leer mis pensamientos, quienquiera que fuese. Proseguí con la versión de la historia que hubiese podi­do contar cualquier miembro de mi aquelarre. Fingí ser como Kevin, tener menos cerebro que un mosquito y no saber nada de nada.
-No sé qué ocurrió. -Esa parte era cierta. El caos en el campo de batalla seguía siendo un misterio. No había llegado a ver a nadie del grupo de Kristie. ¿Se los carga­rían aquellos vampiros aulladores a quienes no me de­jaron ver? Le guardaría aquel secreto al clan de los ojos amarillos-. Nos dividimos, pero los otros no volvieron. Riley nos abandonó, y no volvió para ayudarnos como había prometido. Luego, la pelea fue muy confusa y to­dos acabaron hechos pedazos. -Me estremeció el re­cuerdo del torso por encima del cual salté-. Tenía mie­do y quería salir pitando. -Hice un gesto para señalar a  Carlisle-. Ese de ahí dijo que no me haría daño si deja­ba de luchar.
Aquello no suponía traición alguna para Carlisle, él ya le había contado bastante a Jane.
-Aja, pero no estaba en sus manos hacer tal ofreci­miento, jovencita -dijo Jane, que sonaba como si se es­tuviese regodeando-. Quebrantar las reglas tiene con­secuencias.
Continué fingiendo ser como Kevin y me limité a mi­rarla fijamente, como si fuese demasiado estúpida para entenderlo. Jane se volvió hacia Carlisle.
-¿Estáis seguros de haber acabado con todos? ¿Dón­de están los otros?
Carlisle asintió.
-También nosotros nos dividimos.
Así que fueron los aulladores quienes acabaron con Kristíe. Albergué la esperanza de que, fueran lo que fue­sen, aquellos aulladores resultaran realmente aterrado­res. Kristie se lo merecía.
-No he de ocultar que estoy impresionada -admitió Jane con una voz que sonaba sincera, y creí muy proba­ble que dijese la verdad.
Jane había albergado la esperanza de que el ejérci­to de Victoria causase algún daño aquí, y estaba claro que habíamos fracasado.
«Sí», admitieron en silencio los tres vampiros situa­dos a la espalda de Jane.
-Jamás había visto a un aquelarre escapar sin ba­jas de un ataque de semejante magnitud -prosiguió Jane-. ¿Sabéis qué hay detrás del mismo? Parece un comportamiento muy extremo, máxime si considera­mos el modo en que vivís aquí. ¿Por qué la muchacha es la clave? -preguntó, y sus ojos se posaron en la humana sólo un instante.
-Victoria guardaba rencor a Bella -le contó el peli­rrojo.
La estrategia cobraba sentido por fin. Riley tan sólo quería a la chica muerta y le daba igual cuántos de no­sotros muriésemos para conseguirlo.
Jane se rió alegremente.
-Esto -dijo y sonrió a la humana igual que me había sonreído a mí- parece provocar las reacciones más fuer­tes y desmedidas de nuestra especie.
A la chica no le pasó nada. Tal vez Jane no quisiera hacerle daño. O quizá su horrible talento sólo funcio­nase con los vampiros.
-¿Tendrías la bondad de no hacer eso? -le pidió el pelirrojo en un tono de voz furioso aunque bajo control.
Jane volvió a reír.
-Solamente era una prueba. Al parecer, no sufre da­ño alguno.
Me esforcé en mantener mi expresión en plan Kevin y no traicionar así mis intenciones. Por lo visto, Jane no podía causarle a aquella chica el mismo daño que a mí, y eso no era algo normal para Jane, pues por mucho que ahora se estuviese riendo, yo podía sentir que aque­llo la sacaba de quicio. ¿Era ése el motivo por el cual los vampiros de los ojos amarillos la toleraban? Pero si ella era de algún modo especial, ¿por qué no la convertían en vampiro sin más?
-Bueno, parece que no nos queda mucho por hacer -dijo Jane, que había recuperado su monótona voz-. ¡Qué raro! No estamos acostumbrados a desplazarnos sin necesidad. Ha sido un fastidio perdernos la pelea.
Da la impresión de que habría sido un espectáculo en­tretenido.
-Sí-replicó el pelirrojo-, y eso que estabais muy cer­ca. Es una verdadera lástima que no llegarais media hora antes. Quizás entonces podríais haber realizado vuestro trabajo al completo.
Hice un esfuerzo por no sonreír. Así que era el peli­rrojo quien leía la mente y había oído todo lo que yo quería contarle. Jane no iba a salirse con la suya.
El rostro inexpresivo de Jane le devolvió la mirada al vampiro capaz de leer el pensamiento.
-Sí. Qué pena que las cosas hayan salido así, ¿verdad?
El pelirrojo asintió, y yo me pregunté qué estaría oyendo en la cabeza de Jane.
Jane volvió hacia mí su expresión anodina. En sus ojos no había nada, pero yo sentí que mi tiempo se ha­bía agotado. Ella había obtenido ya de mí lo que nece­sitaba. No era consciente de que también le había dado toda la información que pude al que leía la mente, y además había protegido los secretos de su aquelarre. Se lo debía. El había castigado a Victoria y a Riley en mi nombre.
Le miré con el rabillo del ojo y pensé «gracias».
-¿Félix? -dijo jane con pereza.
-Espera -interrumpió en voz alta el pelirrojo. Se volvió a Carlisle y prosiguió con rapidez-: Podemos ex­plicarle las reglas a la joven. No parecía mal predispues­ta a aprenderlas. No sabía lo que hacía.
-Por descontado -dijo Carlisle enseguida-. Estamos preparados para responsabilizarnos de Bree.
El rostro de Jane adoptó una expresión que daba el aspecto de no tener claro si se trataba de una broma.
Y si era tal broma, tenía mucha más gracia de lo que ella estaba dispuesta a reconocer.
-No hacemos excepciones -les respondió, diverti­da-, ni damos segundas oportunidades. Es malo para nuestra reputación.
Era como si se estuviese refiriendo a otra persona. No me importaba que estuviese hablando de matarme. Sabía que el clan de los ojos amarillos no podía detener­la. Jane era la policía de los vampiros. Y aunque aque­llos polis vampiros fueran unos corruptos —realmente corruptos-, el clan de los ojos amarillos al menos lo sabía.
-Lo cual me recuerda... -prosiguió Jane con la vista clavada en la humana y una sonrisa cada vez más am­plia-. Cayo estará muy interesado en saber que sigues siendo humana, Bella. Quizá decida hacerte una visita.
Sigues siendo humana. Entonces iban a convertir a la chica. Me preguntaba a qué estarían esperando.
-Se ha fijado la fecha -dijo la chica menuda del pelo corto y negro y la voz clara-. Quizá vayamos a visitaros dentro de unos pocos meses.
La sonrisa de Jane se desvaneció como si alguien se la hubiese borrado de la cara. Hizo un gesto de indife­rencia sin mirar a la vampira del pelo corto, y me dio la sensación de que, por mucho que Jane odiase a la hu­mana, su odio por aquella chica menuda era diez veces mayor.
Jane se giró hacia Carlisle con su inexpresividad de antes.
-Ha estado bien conocerte, Carlisle... Siempre creí que Aro había exagerado. Bueno, hasta la próxima... Así que aquí se acababa todo, entonces. Seguía sin sentir miedo. Sólo lamentaba no haber tenido la opor­tunidad de contarle a Fred más acerca de todo aquello. Se adentraría prácticamente a ciegas en este mundo lleno de peligrosas intrigas, policías corruptos y aquela­rres secretos. Pero Fred era listo, cauteloso y tenía «ta­lento». ¿Qué iban a poder hacerle si ni siquiera eran capaces de verlo? Tal vez el clan de los ojos amarillos se encontrase con Fred algún día. «Sed amables con él», pensé mirando al que leía la mente.
-Encárgate de eso, Félix -ordenó Jane con indiferen­cia y con un gesto del mentón hacia mí-. Quiero volver a casa.
-No mires -susurró el pelirrojo. Y cerré los ojos.
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